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Ignacio Martínez
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Octubre se esfuma. El tañido metálico, ronco, de una campana nos avisa una tradición sentida cada doce meses que lleva ecos de eternidad. Hay veces que es conveniente parar el frenesí y ritmo en que la vida nos envuelve. Hay que desterrar las prisas y, en la calma de un sosiego esperado, detenerse en la filosofía de una verdad indiscutible: el más allá. El silencio interior, la débil luz de un otoño naciente y la meditación sobre nuestro propio final, nos acerca a esa conmemoración anual que noviembre nos recuerda. En pocas horas vamos a conmemorar el Día de los fieles difuntos.
Una fecha que no puede pasar desapercibida porque nos encadena a uno de los principios de nuestra existencia. Todo comienza y todo concluye. Hasta la propia vida.
Tras la honra a todos los Santos que ganaron la gloria en su pasar por el mundo, para gozar eternamente su premio celestial, se nos abre al pensamiento esa otra cara de un hecho incuestionable: la muerte.
Morir no es más que cumplir un ciclo. Dar por terminada la existencia marcada en el calendario del tiempo. La muerte es parte del desino que nos trajo al mundo y como tal hay que aceptarla, sin miedos, sin dudas, con la esperanza que tenemos los creyentes de un mundo mejor, donde la Luz de la fe nos anuncia otra vida, distinta, a veces incomprensible, pero llena de una felicidad que la mente humana, siempre pobre, no alcanza en desvelar.
La Conmemoración de los fieles difuntos, es una fecha para hacer a los que nos precedieron participes de nuestra gratitud por sus enseñanzas, amor y desvelos para que pudiéramos continuar por la senda terrena de las dificultades, los problemas y las oscuras noches en el laberinto de la vida.
Visitar, simbólicamente, los cementerios, nos llena de paz el espíritu en el recuerdo a quienes ya sólo son cenizas en el aspecto material, pero cenizas vivas de recuerdos, de satisfacciones y alegrías vividas junto a ellos.
Pero en la majestuosidad altiva de un ciprés que mira al cielo, él nos señala el camino, la única dirección, hacia la casa del Padre, la soñada morada celestial, donde ese Dios bondadoso, misericordioso y eterno nos aguarda para ofrecernos sus promesas dejadas por su propia voz a su paso entre nosotros, con una señal de amor: la Redención del género humano.
El mejor lugar para el recuerdo final siempre será el del corazón, lleno de oraciones a quienes nos precedieron. Las flores se marchitan, el rezo por sus almas no.
Es tiempo de meditación en cosas transcendentes, en cuestiones que importan en el pensamiento de esa filosofía de la vida que va buscando aclarar lo invisible entre la niebla matinal de cada jornada otoñal, que nos invita a vivir y sentir un sueño que se va transformando en una cierta realidad.
Que la tierra nos dé el descanso y el más allá la paz en la clemencia de un Dios infinito y justo.
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