Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Como si fuera la crónica de una muerte anunciada, en la madrugada del pasado jueves 17 falleció en Huelva, su ciudad de nacimiento, residencia y muerte, el cantante y compositor Manuel Salguero, con el que compartimos piso Antonio Belmonte y yo, cuando éramos estudiantes de Bellas Artes y de Ciencias de la Información, respectivamente, en el Madrid de los primeros 70, y Salguero ejercía como vocalista de una de las muchas orquestas que cada fin de semana versionaron los éxitos del momento en las discotecas de la cadena Consulado, aunque aquel repertorio no le permitiera incluir las canciones que, como cantautor, él trataba de convertir en sus señas de identidad, ya fueran con versos de su autoría o bien sobre poemas de Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Rafael Alberti, entre otros.
Desde entonces y hasta el mismo momento de redactar estas líneas, día tras día he buscado en la prensa local de Huelva, y en internet, alguna noticia sobre su muerte, de la que supe por Antonio Belmonte, que lo seguía viendo porque eran vecinos, pero no encontré una sola línea dedicada a su memoria: nada de nada. Y la decepción ha sido doble porque busqué convencido de que encontraría aunque fuese un merecido obituario, pero parece que el esfuerzo de toda una vida dedicada a su vocación, cantar y regalar emociones a sus paisanos, no ha sido suficiente para que quede memoria alguna de él tras su marcha de este perro mundo.
Este injusto e implacable silencio me trajo de vuelta a la memoria el título de aquella película que Agustín Díaz Llanes estrenó en 1995, y que creo marcó un antes y un después en el arte de titular en el cine, y más allá, porque las nuevas tecnologías han cambiado las reglas del juego incluso en el tema de las defunciones, puesto que se han diluido todos los grises de la gama, esos que le dan sabor y carácter a las cosas, y ya tan sólo se contemplan el blanco y el negro de los extremos, al menos si uno vive en una capital o una gran ciudad, en donde todo se diluye más allá de las esquinas de la calle en la que vives, y tan sólo queda margen para la gloria o para el olvido.
Hasta que la enfermedad hizo mella en sus capacidades y lo apartó para siempre de los escenarios, Manuel Salguero siguió en la brecha difundiendo en cada uno de sus conciertos la mejor poesía española de un tiempo en que todavía no sé había implantado el dicho más lamentable, por lo que tiene de vulgar, de todo el refranero español -"el vivo al bollo y el muerto al hoyo"- y el valor de las palabras sublimes aún estaban por encima de la desfachatez barata y ostentosa de este tiempo que nos ha tocado vivir. Y seguramente por eso, en nuestra cotidianidad, cada vez son menos los que saben paladear el valor de las palabras como memorias del porvenir.
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