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Ignacio Martínez
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Hola, soy José y he sido víctima de una fiesta sorpresa por mi 40 cumpleaños. Llevaba varios días nervioso porque me olía algo pero nadie puede parar algo así, con amigos que vienen de fuera, compromisos con la familia y el ansia este que le ha dado a todo el mundo de celebrar la vida después de lo que nos pasó con la pandemia. No lo entiendo, de verdad. Aprovechan cualquier nimiedad para hacer una comida: venga, vamos a celebrar que se ha acabado el verano. Y el próximo viernes quedamos para brindar por mi Carmencita, que ya aprendió a no hacerse pipí encima. Por favor, ¡parad ya!
Yo lo que quiero es pasar mi crisis de los 40 tranquilo, reflexionando sobre lo que he vivido mientras me tomo un whisky y un cigar en mi salón. Hasta podría escribir la letra de un blues, pensando en los sueños que algún día tuve y nunca conté a nadie.
Llegó el día en que mi mujer me propuso una comida los dos solos, para celebrar la mitad de mi vida. No me lo creí, por supuesto, pero tenía que hacerme el tonto porque con un divorcio ahora mismo no podía, aunque el blues hubiera sido más auténtico. La conozco como si la hubiera parido, sabía que me llevaba a la palestra. Ya le dije hace un mes que no quería celebrarlo pero así es el ser humano: ¿que no quieres una fiesta? Pues la vas a tener. Y además van a ir más de cincuenta personas, tus amigos darán algún discurso, con banda de música y regalos. Vamos, hombre, que no quiere una fiesta dice.
Esa mañana me senté en la cama con la mirada perdida, antes de meterme en la ducha, respiré hondo, buscando una alternativa… No podía escapar, ya no. Escogí una camisa bonita, unos pantalones y un chalequillo. Me puse guapo, necesitaba sentirme bien para enfrentarme a todas las personas que formaban parte de mi vida. Tendría que estar contento, los iba a tener a todos conmigo celebrando el cariño y el amor que sé que me tienen. Me agarré a eso, y a una botella de cava que nos regalaron en el paseo en barco por la ría. Esto fue para despistar, lo del barco.
Tras el periplo surcando los mares, con una temperatura maravillosa de 23 grados y con el cielo nublado, avisté ya en tierra un grupúsculo de personas medio escondidas bajo el techo de una terraza. Los miré sorprendido, haciendo el papel de mi vida: ojos abiertos, manos a la cara, risas, un dedo señalando ¿has venido? ¡No me lo creo! Abrazo a mi mujer. –Te dije que no quería celebrarlo (al oído). Menos mal que había cava en el barco. Por favor, una cerveza, necesito olvidar que estáis todos aquí por mí.
Tuve que abrazar uno a uno a todos los invitados: a los que sabía que habían cogido un avión para venir los abrazaba el doble, que se notara que valoraba más su esfuerzo. Besos y palabras al oído de agradecimiento a cada uno. Todo una farsa, por supuesto; yo quería salir corriendo de allí y fundirme con el viento, volar hasta mi casa y escribir los versos más tristes a ritmo de blues. Aún así me lo pasé muy bien, de verdad. Gracias por venir. Dejaré la crisis para los 50. Cari, te quiero mucho.
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