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Odiar es un sentimiento profundamente irracional que genera en quien lo ejerce más dolor que satisfacción. Al igual que la envidia –a la que el viejo catecismo de Ripalda definía como “tristeza del bien ajeno”– es uno de esos sentimientos absolutamente incomprensibles para una persona medianamente inteligente. Pecar y no disfrutar parece, cuando menos, incoherente, amén de poco juicioso e inútil. Pero hacer el odio patente manifestándolo públicamente, resulta ya de una vulgaridad desoladora. Es como aventar las propias miserias morales y dar tres cuartos al pregonero para confesar ante el mundo que se es pura y simplemente, chusma y morralla.
Lamentablemente, la Humanidad adolece de infinidad de taras y una de ellas es el gregarismo que degenera en turbas vengativas y justicieras. Por ende, la sociedad –no la actual, sino todas las que han sido y quizá las que serán en un futuro– acoge en su seno su correspondiente porcentaje de estúpidos que en este asunto se dividen entre odiadores y ofendidos. Pues si unos son pura quincalla moral, los otros no pasan de melindrosos tiquismiquis. Y a ambos grupúsculos les ocurre lo que claramente definió el profesor Cipolla en su excepcional y ya clásico opúsculo Las leyes inmutables de la estupidez humana, que cada vez que toman una decisión o ejercen una acción, causan daño a otros sin obtener provecho alguno, o incluso cosechando un perjuicio para ellos y el conjunto de la sociedad.
La recurrente exigencia de determinados grupos de ofendidos exigiendo la penalización del odio es un sinsentido jurídico. No se pueden penalizar sentimientos, ni siquiera opiniones. Es más, las ideas no delinquen. Delinquen los actos. Y el daño causado ha de ser objetivo y valuable, no meramente subjetivo. Si no, estaríamos al albur de lo que cada ofendido sintiera en lo más profundo de su ser y tendríamos el penal del Puerto a reventar de madres, conductores, aficionados al deporte y hasta ministros. No olvidemos que los estúpidos se reparten por todos los grupos humanos de modo uniforme.
Pretender sancionar las opiniones, por desagradables que sean, sólo conseguirá cercenar la libertad de expresión. Y quizá, lo que buscan los que exigen esta penalización es eso: impedir que otros puedan manifestar sus miserias pero permitir que las suyas se conviertan en asumibles y hasta correctas. Y alegar, como he leído reiteradamente, que nadie debe temer esas posibles leyes si no va a cometer delitos de odio, es traer a colación el argumento preferido de las dictaduras.
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