Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Ya quedó inaugurada en la sede del Instituto Cervantes de Atenas la exposición sobre Jaime Gil de Biedma que me llevó hasta la capital griega para montarla, coincidiendo con estos días en los que en España no se hablaba de otra cosa que no fuera de la sesión de investidura, y de todo el ruido mediático que trajo por delante y ha traído por detrás ese momento clave de la política española al que por estar en tierra extraña, como en la copla, pude hacer oídos sordos ya que, aunque tuve la tentación de buscar en el receptor de mi habitación algún canal en lengua castellana, a mi decidida aversión a manipular cualquier mando de televisión de hotel, por ser los artefactos más contaminados de este perro mundo, se sumó el hartazgo supremo de esta nueva epidemia informativa que ha venido a sustituir a esa otra que ha colapsado mis neuronas con tan solo oír ese tándem de apellidos, Hermoso y Rubio, de tan claras resonancias eróticas por sí mismos, en cuanto se los une.
De hecho, si no me traiciona la memoria, creo que es la primera vez en mi vida que por decisión propia, y no por imposibilidad tecnológica, he renunciado a informarme a través de las pantallas de lo que pudiera estar ocurriendo durante unos días en esta balsa de piedra que nos lleva a través de los siglos, y creo que de ahora en adelante lo voy a convertir en norma de comportamiento, puesto que descubrir los secretos de cualquier ciudad caminando sin rumbo fijo, que es mi norma turística para tratar de ponerle freno y marcha atrás a la diabetes que me acompaña allá donde la vida me lleve, permitió que ahora pudiese saborear los muchos encantos de la capital helena sin la contaminación informativa habitual.
De hecho, he llegado a tener la sensación de que, sin ese bombardeo diario de las luces y sombras del acontecer patrio, esta otra contaminación que producen el uso y abuso de los carburantes fósiles, hasta me ha parecido menos agresiva. Y los mármoles añejos de los templos levantados en honor de los dioses de la antigüedad, hasta parecían tener mejor color porque uno podía contemplarlos y saborearlos con una limpieza de espíritu que hasta se hacía extensiva a la inmediatez de la mirada; y que los desperfectos que mis ojos pudieran percibir en el fuste de una columna jónica, o en cualquier capitel corinto, no eran producto del paso del tiempo y del hambre voraz de la intemperie, sino un capricho del artesano que les dio forma tantos siglos atrás, cuando la referencia al nacimiento de Cristo todavía no era un dato para la Historia, ya que la aldea de Belén ni siquiera estaba marcada en los mapas de la época.
Por todo ello me ha reconfortado mucho, como nunca antes pude imaginar, hacer oídos sordos a la actualidad para descubrir el placer de llegar a viejo y mirar alrededor con ojos nuevos.
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