El Malacate
Javier Ronchel
¿Entonces viene el AVE a Huelva?
En lo alto de la ciudad israelí de Sederot, a menos de un kilómetro de Gaza, hay un mirador donde, hasta hace unos días, la gente se reunía para ver caer las bombas. Amigos y familias se concentraban en lo alto de la colina para disfrutar de las vistas, con algo de comida y bebida, y miraban por los prismáticos instalados con fines turísticos, que en este caso permitían ver más de cerca la destrucción. De fondo, el sonido constante de los drones y, de tanto en tanto, el de los bombardeos del ejército sionista.
Me pregunto qué tipo de anomalía social puede justificar esta insensibilidad ante el sufrimiento de los otros. No creo que los habitantes de Sederot que han contemplado la masacre sean malas personas, claro que no. Pero me rebela esa mirada anestesiada, esa indiferencia ante el dolor, la venda que oculta el drama de hombres, mujeres y niños que viven al lado, aunque pertenezcan a otro pueblo o sean de otra religión. Precisamente lo que nos define como seres humanos es la compasión, la capacidad de con-movernos y, desde esa honda vinculación, poder actuar. Un ejemplo reciente: la respuesta popular ante el desastre de la dana se explica porque, viendo lo que ocurría, nos hemos sentido afectados, y ese movimiento ha puesto en marcha la solidaridad. Las lágrimas de las víctimas no nos han dejado escapatoria.
Paradójicamente, en el mundo de pantallas en que vivimos, ese horizonte ampliado no facilita la información ni con-mueve las entrañas. Todo lo contrario: nos vuelve más dispersos y nos hace sentir más saturados. Puede que a estas alturas ya nos hayamos acostumbrado al sufrimiento, lo hayamos naturalizado. Y ante las preguntas incómodas, ante la sensación de impotencia, lo que más protege es ponerse las gafas de no-ver. Lo clava también la sabiduría del refranero, ya saben: Ojos que no ven…
La llave que permite aproximarse al dolor de los otros, por tanto, está en la forma de mirar. Una mirada que no niegue la realidad, que no invisibilice a las víctimas, que no asuma que los “daños colaterales” (¿?) forman parte del paisaje, como en el mirador de Sederot. Por eso necesitamos relatos y experiencias que nos recuerden nuestra igualdad radical, los vínculos misteriosos que nos ligan y entretejen aspiraciones cotidianas, por encima de ideologías o creencias. Se le puede dar la vuelta al refrán: corazón que siente, colirio para ojos que ven. Y para poder reconocerse, como seres igual de vulnerables, abrazados ante el mismo dolor.
También te puede interesar
El Malacate
Javier Ronchel
¿Entonces viene el AVE a Huelva?
El balcón
Ignacio Martínez
Un presidente ‘moderado’
Las dos orillas
José Joaquín León
Tercera guerra mundial
El microscopio
Posiciones en el PSOE