El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Lo despidió, ¿saben? Lo echó a la piiiii calle. Le pidió que no se lo tomara a mal y blablabla porque en realidad le estaba haciendo un favor, que lo suyo era otra cosa y su camino tenía que ir por otro sitio y que lo estaba echando porque le quería. La cosa es que Pepito se lo tragó, y se fue, supongo que con su mijita de resquemorcillo, en busca de ese otro futuro que terminó efectivamente encontrando, tal y como le había dicho, así que siempre que tenía la oportunidad me explicaba lo agradecido que estaba a mi padre por haberlo echado justo en el momento en que lo necesitaba.
Me gustaba hablar con José Luis Pons por muchas cosas, pero una de ellas, seguramente la que más, era porque me contaba cosas de mi padre. Del hombre que era mi padre cuando no hacía de padre, no sé si me entienden. Por ejemplo, la historia de la chaqueta. Muchos años después de aquel despido, durante la celebración de la gala de los Onubenses del Año de 1998, a José Luis no se le ocurrió otra cosa que echarse encima una jarra de cerveza justo antes de subir a por su premio. Sin pensarlo un segundo, mi padre se quitó su chaqueta, le pidió la suya y se las intercambiaron, porque, le espetó, uno podía entregar un premio estando manchao, pero desde luego nunca recogerlo de aquella guisa. Aquel gesto de mi padre le bastó para sentirse, si no lo era ya, “uno de los suyos”, como me escribió una vez, con esa sabiduría poética con la que José Luis Pons te hablaba siempre.
Había, claro, muchas más cosas que nunca me contó, y otras que sí pero que no se pueden contar aquí, aunque si algo me repetía una y otra vez cuando me hablaba de mi padre era que él había sido en gran parte el culpable de su amor desmedido por Huelva. Fue él quien le “inoculó” (que Pepito era banquero, pero también poeta) el veneno de una tierra que, pese a todos los sinsabores, pese a los desprecios, los agravios, las miserias, el descuido y el maltrato, tiene la suerte de haber tenido, de tener, entre su gente a personas como mi padre, como José Luis Pons y como otros centenares, miles de onubenses anónimos que, con un trabajo discreto de pequeño carpintero, han ido tallando poco a poco el orgullo de una provincia. De ser de aquí. Muy despacio, sin hacer ruido, cada uno a su manera, cada uno como pudo. Sin cargos ni privilegios, sin alardes, sin palabrería, con un carnet del Recre, una papeleta de sitio o una canción, sembraron un ramillete de gente orgullosa de ser lo que es. De pertenecer a donde pertenece.
José Luis Pons aportó, además, sus ganas de ayudar a los demás, y consiguió hacer de su ciudad un lugar un poquito mejor. Por eso Huelva le debe tanto. Tengo la suerte de que él mismo ya lo expresó un día refiriéndose a otra persona, así que voy a permitirme el lujo de robarle sus propias palabras: “Me atrevería a pedir a nuestras autoridades un humilde homenaje a su persona. Algo que perpetúe su nombre en la tierra que tanto amaba”, porque “se debe homenajear, en esta tierra, a personas como él”. Gente que “nunca pidió nada a cambio de todos los abrazos, lágrimas, y sonrisas que nos regalaba”.
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