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Por montera
Mariló Montero
¿Quién le va a pedir perdón?
Quizás
Lo peor no es quien tiene la razón, sino que la otra mitad estará en desacuerdo. Personalmente creo que Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, es inocente de haber revelado secretos, por la sencilla razón de que no había tales secretos. Sospecho que los asuntos relativos a la mujer del presidente Sánchez son más una torpeza inaceptable, propia de la tradicional ayuda a conocidos y familiares que tanto se estila en nuestra sociedad a la hora de encontrar trabajo, que una operación de enriquecimiento ilícito que merezca la categoría de corrupción política generalizada. Intuyo que detrás de lo que el juicio a Errejón está mostrando, hay machismo, hipocresía a raudales, comportamientos injustificables y aprovechamiento por parte de todos de la popularidad del protagonista. Estoy convencido de que Víctor de Aldama y todo lo que tiene que ver con el Caso Koldo es una trama delictiva de primer orden.
En una España feliz, en la que la economía crece, el paro baja, Cataluña está tranquila y la Semana Santa se acerca, da la impresión escuchando el acaloramiento de muchos de los comentaristas de la actualidad que pueblan los distintos medios de comunicación, que estamos al borde del abismo, y que la UCO es la única institución que funciona. Y no es así. Somos una de las mejores democracias del mundo y nuestra sociedad va respondiendo con aprobados y a veces notables, a los problemas que plantea el mundo actual. Pero en nuestro interior anida el alma de las “Dos Españas” que nos impide dar un salto hacia el futuro de modo cohesionado y rotundo. Si a García Ortiz o Koldo los hubieran nombrado el PP; si Begoña Gómez fuera la mujer de Núñez Feijóo; las opiniones de las izquierdas que ahora les defienden se convertirían en ataques furibundos. Igualmente, si Alberto González Amador en vez de ser novio de Ayuso, lo fuera de una presidenta de Comunidad gobernada por el PSOE, quienes ahora le exculpan serían los primeros en criticar duramente su comportamiento. Nos hemos convertido en una sociedad que interpreta lo que ocurre en función de opiniones preestablecidas de antemano y que cree más a unos u otros según en que bando estén. Y olvidamos que los delitos no son patrimonio de unas determinadas ideas, sino de quien los comete; que hay buenos y malos en todos lados; que descubrir y castigar a los delincuentes es un deber de todos y una tarea que fortalecería la democracia que compartimos. Porque vivimos en dos orillas, pero el río nos es común.
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