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Envío
Rafael Sánchez Saus
Vance rompe moldes
Juan camina despacio, que no está el horno para bollos, meneando de un lado a otro una bolsa de plástico verde que sostiene con firmeza y mimo, como si llevara dentro el más sublime y frágil de los objetos. Lo veo agarrándola con sus dedos huesudos y fuertes mientras me mira con curiosidad, apretando esos ojos pequeñitos que tiene y que, en cuanto me reconocen, se tornan grandes y brillantes. Entonces, sonríe y aligera el paso para alcanzarme cuanto antes, y empieza a hablarme desde lejos y yo que no me entero, y cuando llega me da un apretón de los de verdad, de los de antes, con sus manos delgadas y frías, que cualquiera pensaría que son las manos de un abuelo si no fuera porque las mueve con la inquietud nerviosa de un niño mientras hurga en el interior de la bolsa hasta sacar una copia de su última carta al director, fotocopiada con esa rectitud meticulosa que solo dan los años de buen servidor público.
Me la entrega con gesto solemne: “Toma, que éste seguro que no te lo has leído”, dice, y después me hace un gesto con la mano para pedirme que me espere un poco, un momentito solo, porque ahora es cuando viene lo bueno, y ahí es cuando se saca del bolsillo, como en un truco de magia, una bolsita transparente con unos cuantos caramelos que me da a hurtadillas, como si fueran (lo son) un tesoro: “Y esto es para los niños” -sentencia- “así que no te los vayas a comer”, y me guiña un ojo, porque me conoce y sabe que alguno cae. Entonces le sonsaco: “¿Cómo va la cosa?”, y ahí es cuando se explaya, porque Juan es una enciclopedia, el cronista de una Huelva que no sale en las ruedas de prensa ni en las tertulias ni en los grandes titulares, y que sin embargo es la más verdadera de todas, la más importante. Recreativista inmenso, y peñista, cintero como nadie, y no es rociero, pero sí flamenco, que para eso es un Romero y de la Vega Larga, y allí quien más y quien menos echó los dientes tamborileándole encima a una barra de chapa al compás de un fandango.
Después de arreglar Huelva le pregunto por las nietas. Que las chicas qué listas son y qué graciosas y que la grande está en Madrid porque esa niña ni tiene límite, que la María sigue estupenda pero lo deja salir poco, y que encima las niñas le bailan el agua a la madre y para colmo le han obligado a ponerse una gorra, cuenta, señalándosela con el dedo mientras se la recoloca con una sonrisa socarrona, porque en el fondo sabe que le sienta de maravilla. Y después está el niño, claro, que un follón aquí y otro allá y que no para quieto. Juan se pone especialmente grande cuando habla del niño. Se llena de orgullo porque se hizo periodista, que es lo que él siempre soñó ser y no pudo, porque Juan es un hijo de la Huelva humilde, de una Huelva difícil de la que salieron unos tipos tan formidables que fueron capaces de sacrificar sus propios sueños para que los pudiéramos cumplir nosotros, y hacerlo en una tierra que nos enseñaron a querer y a defender más que a nada. Al periodista (con toa las letras) Juan Romero Márquez se lo vamos a agradecer por fin poniéndole su nombre a una calle, pero al padre… Al padre, amigo mío, ni con un monumento.
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