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Se denomina “paradoja de la privacidad” al hecho de que, aunque una gran mayoría de personas sabe que sus datos e informaciones están siendo captados por las plataformas digitales con motivaciones oscuras, no hace nada para impedir que esto ocurra. Pequeños incentivos, textos complejos o la propia prisa nos mueven a conceder, sin mucha reflexión, los consentimientos formales que nos solicitan.
La no siempre coherente respuesta normativa a esta grave anomalía impone fuertes sanciones a los incumplidores. Sin embargo, la multiplicación exponencial de posibilidades que supone el desarrollo de la IA anuncia una carrera sin fin. A mayores sanciones, formas más esquivas de saltarse la ley. Estamos, creo, tratando de ponerle puertas al campo. Sobre todo porque el consumidor se mete en el charco sin ningún reparo. No tenemos conciencia de que una vez entregada nuestra privacidad, ya no somos nosotros los que controlamos la situación. Esta pérdida de control, advierten los expertos, instala la monitorización que resulta en dos planos: el empresarial, por un lado, y el estatal de vigilancia, por otro. Mercado y Estado coinciden en sus intereses. Y es que, al final, no se trata sólo de nuestra desnudez frente a corporaciones colosales. Dice el lema feminista que lo personal es político; y, por supuesto, la (des)protección de nuestros datos lo es. La paradoja de la que hablamos tiene mucho que ver con el sistema social, político y tecnológico en el que actúan estas técnicas de intromisión y con los objetivos a los que obedecen. El desmedido afán lucrativo de los operadores privados se alía con la inabarcable ambición política de la hipervigilancia. El propósito despótico por hacer que alguien ignore aquello que unos pocos conocen es uno de los mayores abusos que pueden cometer los fuertes contra los débiles. El estar en los secretos de todos es una forma de opresión sutil, ni violenta ni repentina y, precisamente por eso, extremadamente eficaz. Es en tal contexto donde la paradoja de la privacidad alcanza su peor pronóstico: está en juego, principalmente, el impedir una “dominación de datos” gubernamental que arriesgue valores fundamentales como la libertad, la igualdad o la intimidad.
¿Estamos a tiempo de evitarlo? No me lo parece. La mansedumbre con la que aceptamos lo inaceptable (véase la plácida aplicación de la nueva normativa de registro de viajeros) no sustenta, me temo, demasiadas esperanzas.
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