Alto y claro
José Antonio Carrizosa
La confianza está rota
caleidoscopio
SI Huelva tiene ya demasiados paraísos perdidos, aquellos de los que Llorenç Villalonga, el autor de Bearn o la sala de les nines, decía que eran los mejores, conserva algunos que parecen trasladarnos a un edén recóndito y casi virgen. Antes de regresar de la playa, a la que vuelvo cada vez que puedo los fines de semana, en la placidez y tranquilidad de este septiembre totalmente veraniego que acabamos de disfrutar, suelo adentrarme en esos parajes de la costa oriental entre Mazagón y Matalascañas -dos de esos paraísos casi malogrados-, bajo los inmensos pinares que bordean el litoral de playas solitarias de blanquísima arena donde sólo se oye el rumor del mar y el canto de pájaros diversos.
Estamos en un territorio llamado la Duna del Asperillo formado por aportes de arena depositados por el mar e impulsados por el viento hacia el interior cuyo origen se remonta a un tiempo tan remoto como el de los primeros pobladores de la Península Ibérica. Es lo que popularmente se conoce y así lo verá quien viaje de Mazagón a Matalascañas y viceversa perfectamente indicado como la Cuesta Maneli: 1.174 m., unos 20 minutos de camino por una cómoda pasarela con ligeras inclinaciones, sin ninguna dificultad para el caminante, separan el acceso junto a la carretera, hasta el acantilado, uno de los famosos médanos tan habituales en el lugar, de una playa salvaje, virgen, casi desierta, salvo en los meses de verano, más hollada por pescadores y excursionistas que se aventuran por tan deliciosos andurriales.
Sí porque recorrer el sendero de la Cuesta Maneli es un inmenso placer que nos lleva a través de una pasarela de madera hasta las inmediaciones de El Asperillo, una torre de almenara destruida por los embates del mar, por un itinerario entre un bosque de pinos, jaguarzos, brezos, retamas, helechos, romeros, sabinas, cantuesos, olivillas, clavellinas y las tentadoras camarinas, un fruto exclusivo de esta zona de la costa atlántica peninsular, auténticas perlas comestibles de carácter curativo, del que se alimenta la fauna de la zona, que usted a lo mejor no ve, pero que está viva a su lado entre continuos trinos de pájaros que anidan en el frondoso pinar. Rastros sobre la arena anaranjada del paso de linces, lirones, comadrejas, zorros, erizos, meloncillos, culebras, víboras hocicudas, lagartos ocelados o los escasos camaleones, siempre amenazados por su posible extinción.
Hay momentos en ese recorrido en que uno se siente en un auténtico edén. Y al término, un acantilado, mirador abierto a la infinidad del Atlántico, pero si vuelve la vista atrás verá la inmensidad de los pinos en la espléndida llanura del Abalario. La ida y la vuelta, ésta sin duda más lenta por el natural cansancio, se ameniza y alivia entre espacios sombríos, la brisa oceánica, la fragancia campestre y la lectura de los paneles que nos ilustran sobre la configuración del terreno, la vegetación y la fauna característica del lugar. La Cuesta Maneli es una experiencia vivificadora y saludable para gozar de la brisa marina, el aroma de las plantas, el canto de las aves… Estamos en un lugar privilegiado que goza de una historia llena de misterios y de magia.
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