Parténope en penu mbra

Gafas de cerca

04 de febrero 2025 - 03:06

Mi hija me invitó a ver Parthenope, de Paolo Sorrentino, una película que va deshaciéndose tras el resplandor de la pantalla, aunque es verdad que te mantiene más de dos horas atento, a ratos asombrado, y con Riccardo Cocciante contando canciones. La fuimos a ver en un multicine que fue pionero, y es superviviente: cinco salas, ninguna grande. Ese cine es, aparte un cofre de tesoros de la memoria, un negocio; como lo son todos, cada uno a su manera. Anclado en el centro, simboliza una demanda residual, que es la que subsiste cuando un producto o servicio decae por haber llegado al final de su ciclo de vida, y es desplazado por otras formas de oferta, a pesar de lo cual una cierta cantidad de consumidores se resiste a dejar de comprarlo, porque no considera la posibilidad de asumir el nuevo modelo. En vez de residual, que suena a marchito y a pozo ciego, sería más preciso llamar a esa demanda resistente, o leal.

Como al fútbol o a un almuerzo, es de ley llegar al escenario con tiempo, y nada más que el encargado de la limpieza entre sesión y sesión salía por la puerta batiente fui a ocupar mi localidad; allí la esperaría. Ya con las luces apagadas, con la sala medio vacía, dos chicas me hicieron ver que esos asientos eran los suyos. Nos reímos a carcajadas al reconocernos, ya que son compañeras de mi departamento a las que estoy agradecido por razones profesionales. Cuando me levanté para mudarme justo al otro lado del pasillo central y único, llegaba mi hija en la penumbra. Las presenté en dos segundos. Nos sentamos con prisa, comenzaba la película.

Parthenope (nombre griego de Nápoles y nombre de la protagonista) es embriagadora como el anís de guinda o, por ambientar el licor, como la temeraria tercera copa de limoncello. Pero la película deja, voy creyendo, el vacío regusto de la desmesura (lean el magistral comentario de Carlos Colón, que, de cine, no digamos del italiano, es reputada autoridad: “Sorrentino scatenato”, y digan Tarantino). Recuerdo algo que otro crítico de esta casa, M.J. Lombardo, atribuyó a Sorrentino: un protagonismo visceral e incontinente, cuya alusión yo pondría en pie, a falta de la cita exacta, como un “Oiga, oiga, que aquí estoy yo, ¡el autor! Flipen ustedes, no sean tontos”. El caso es que la rutilante y ensimismada Parthenope, al recorrer con su cuerpo y su alma la púrpura cardenalicia, el barrio marginal con un príncipe de la Camorra y, sobre todo y antes, el suicidio cercano, se fue haciendo profesora de universidad. Y todo me pareció bastante redondo, el pasado miércoles.

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