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Cuando mis padres tenían mi edad, España era un país de perdedores. Aún no habíamos celebrado los Juegos Olímpicos de Barcelona, y éramos un pueblo grande de escasa fortuna del que a veces surgían, como errores de cálculo, grandes deportistas.
Si un español ganaba entonces algo a nivel mundial, el país lo veneraba como a un dios moderno. Aún recordamos a Lilí Álvarez, triple finalista en Wimbledon, o a Manolo Santana, el primer ganador español del torneo. Hasta Induráin o Perico Delgado, los logros de Ocaña y Bahamontes en el ciclismo eran irrepetibles, insuperables. Seve en el golf, Nieto en las motos. Cada victoria era un sueño, un programa especial que sólo emitirían una vez por televisión antes de no volver a verlo jamás.
Luego llegaron el 92 con su lluvia de metales, Arantxa y Conchita, los mundiales de fútbol y de baloncesto, Nadal, Alonso, Pedrosa, Lorenzo y Márquez. Mi generación creció rodeada de triunfos. Nos acostumbramos a ser, a veces, los mejores. Como en tantas otras cosas, España se fue incorporando al mundo, dejando atrás sus complejos, sus traumas, sus tan acostumbradas derrotas. Seguimos perdiendo, pero no dejamos de ganar.
Tal vez por eso hemos tardado tanto en valorar a Carolina Marín. En un Informe Robinson dedicado a ella, un antiguo jugador internacional de bádminton explica muy bien lo que este deporte era para cualquiera de nosotros: “Llamó mi tía a casa, y hablando con mi madre le preguntó: ‘¿El niño está por ahí?’. Mi madre le dijo: ‘No, tiene bádminton’. Y mi tía le dijo: ‘¿Está malo?”.
La única persona que he conocido en dedicarse al bádminton fue Irene Llopis, una amiga del instituto, que daba raquetazos en el Mar del Plata. En ningún momento pensé, al verla moverse por la pista, que aquello fuera un deporte por el que preocuparnos, porque nunca habíamos ganado nada. España ganaba en los deportes que importaban a España. Ni siquiera sabíamos que el bádminton, en China o Indonesia, llena la prensa y los pabellones.
¿Qué sentido tenía tomárnoslo en serio? ¿Qué sentido tenía que una chica de Huelva como tantas otras, a la que le gustan el flamenco y la Virgen del Rocío, un día se apuntara de casualidad a clases de bádminton? ¿Cómo íbamos a saber que un entrenador, Fernando Rivas, la recogería de manos de sus padres en el CAR de Madrid, con catorce años, y viera en ella el futuro? ¿Dónde está escrito que en un lugar olvidado, como en una profecía antigua, alguien iba a nacer para conquistar el mundo?
El deporte español tiene héroes, pero tal vez nadie como Carolina. Es normal que sus rodillas sufran tanto: nos ha levantado a todos. Y si ella quiere, lo volverá a hacer.
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