Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
¡Oh, Fabio!
La llegada de la Democracia a España supuso una auténtica explosión cámbrica de la pornografía. De repente, los quioscos en blanco y negro del franquismo se colorearon con las portadas de las revistas que, con mayor o menor crudeza, mostraban los encantos de la anatomía mujeril (a la revolución feminista le quedaba aún mucho trecho por recorrer). Cualquier niño de la Transición recuerda los nombres de aquellas revistas que iban desde el porno más crudo (Lib o Clímax) hasta la supuesta sofisticación erótica de Playboy o Penthouse. Aún me puedo recordar absorto, entre inocente y pecaminoso, ante aquellos escaparates rebosantes de muslos, nalgas, domingas y pubis. Uno no sabía si estaba ante la puerta del infierno o del paraíso, probablemente porque son la misma.
La pornografía tuvo su versión domesticada y light en fenómenos como el destape en el cine o la revista Interviú en el periodismo. La mayoría de las actrices se apuntaron a la moda de enseñarnos los pitones y era de buen tono progresista no escandalizarse ante aquellas desnudeces. Tampoco ante la pornografía. Eso era propio de las señoronas de desayuno en la cama y misa de doce. Lo porno se veía como un síntoma más de la nueva modernidad de España. Tanto que algunas musas de la Transición, como Susana Estrada o Nadiuska, fueron actrices con un alto voltaje erótico. Algún tiempo después, la TV del grupo mediático progresista por excelencia, Canal+, vendía como una de sus grandes ofertas el porno codificado. Pero esa es ya otra historia.
Hoy, sin embargo, el autodenominado Gobierno de Progreso quiere controlar el acceso al porno de los adultos con la excusa de proteger a los menores. Una vuelta de tuerca más en esta oleada de neopuritanismo e ingeniería social progre que vive el planeta. Es cierto que las cosas han cambiado y que existe un auténtico problema con el consumo masivo por parte de menores de una pornografía cuya crudeza puede llegar a provocar arcadas a los que fuimos educados en las fotos de grano gordo del Lib clásico. Hay que buscar soluciones para proteger a la infancia de ese Aleph diabólico que puede ser internet, pero no puede ser a costa de limitar las sanas perversiones de los ciudadanos adultos, que forman parte de sus derechos como el voto o la sanidad.
El porno ya no es progresista. Quizás tenían razón aquellas señoras dominicales.
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