El principio del fin

Tal vez de estos nuevos desajustes venga este raro y unamuniano sentimiento trágico de la vida que me atenaza de un tiempo a esta parte

En este perro mundo: Era otro lugar

Carlos Berlanga. 'Río', 1993. Fundación Olontia
Carlos Berlanga. 'Río', 1993. Fundación Olontia / Carlos Berlanga

03 de noviembre 2023 - 03:00

Carlos Berlanga. 'Río', 1993. Fundación Olontia
Carlos Berlanga. 'Río', 1993. Fundación Olontia / Carlos Berlanga

Cuando en unas pocas horas el avión se esté acercando al aeropuerto Santos Dumont para aterrizar en Río de Janeiro a fin de montar e inaugurar mi Sala de mapas en la sede carioca del Instituto Cervantes, Sala de mapas ya sé de antemano que con tan solo asomarme por la ventanilla para rememorar mi primer viaje de tres lustros atrás, se me van a inundar las sienes con un río de emociones que, en lo que dura un parpadeo, me va a llevar en volandas treinta años más atrás, a aquel viaje que trajo a Carlos Berlanga a esta ciudad en 1993, después de la dolorosa y traumática ruptura de Alaska y Dinarama, y tras la edición de su primer álbum en solitario, El ángel exterminador, que como su propio título ya dejaba entrever era una colección de canciones bien trufadas de reproches y vehemencias, unos descarnados y otras más veladas, hacía los que habían sido sus compañeros de aventuras musicales y vitales hasta entonces.

Con aquel viaje a Río, Carlos quiso poner tierra de por medio y, a la par, acercarse al mundo de su ídolo, Antonio Carlos Jobim, y al universo inabarcable de la bossanova, una seductora fórmula musical que había conquistado muchos corazones tan apasionados como el suyo en todos los rincones del planeta, y que había supuesto el principio de sus discrepancias musicales con Alaska y con Nacho Canut. O sea: el principio del fin, tal como lo es también para mi periplo brasileño de estas cuatro semanas, antes de regresar a España con esta extraña sensación, palpitándome entre pecho y espalda, de haberme convertido en un verdadero extraño para mí mismo. Y no sólo por haber cambiado el horario interno de mi geografía carnal y casi todos mis hábitos, a pesar de nunca estuve sometido a unos estrictos horarios laborales, como la inmensa mayoría, y he podido administrar mi tiempo en función de mi deseo y de mis necesidades.

Pero tal vez de estos nuevos desajustes venga este raro y unamuniano sentimiento trágico de la vida que me atenaza de un tiempo a esta parte al contemplar cualquier ciudad desde arriba, porque me invade una sensación de vértigo que tiene mucho más de emocional que de físico miedo a las alturas, ya que los lugares no son tan determinantes como esa íntima alianza entre espacio y tiempo que gobierna nuestro subconsciente, y que se alborota cada vez con más frecuencia, según van pasando los años y uno tiene que ir asumiendo calladamente la evidencia de que, ya con más pasado que la suma de su presente y de un improbable futuro, pocas ganas le van quedando a uno de reinventar el mundo cada mañana al abrir los ojos y contemplar la dudosa luz del día.

Aunque llegando al final, ahora caigo en la cuenta de que tal vez sea más obvia la razón de este desajuste existencial: que mis neuronas siguen sin asumir que desde hace ya nueve meses –justo los de un embarazo– el jodido 7 de la setentena se ha instalado para siempre en mi vida.

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