La ciudad y los días
Carlos Colón
Nunca estuvieron todos
Yo te digo mi verdad
Para hablar de las insoportables escenas vividas el domingo en Valencia al paso de la comitiva oficial que visitaba la zona más castigada por la tempestad conviene despojarse del traje de analista político que nunca he sidO. Ver al Estado, en la figura de sus más altas autoridades, atacado de manera tan violenta por unos airados y supuestos representantes del pueblo llano, ha sido una de las experiencias más desasosegantes de los últimos tiempos, y cuesta contemplar serenamente que muchos lo justifiquen, a pesar de la natural y comprensible desesperación de los sufrientes. Del grito a la piedra hay un considerable trecho separado por una cosa llamada justicia, algo que se salta todo el que se considere investido de la suficiente autoridad para golpear con un palo al presidente del Gobierno.
Proliferan, a toro pasado, los expertos que dicen que la visita real y gubernamental ha sido un error por el momento elegido. Probablemente son los mismos que dirían lo mismo si las autoridades hubieran acudido antes o después, o no se hubiesen presentado siquiera. La obligación de un gobernante es estar allí y apechugar con las consecuencias. No hay otra en democracia.
También están los siempre prestos demagogos que gritan que, en vez de tantas visitas, lo que tendrían que hacer los gobernantes es coger una pala o un rastrillo y ayudar en las tareas de limpieza, olvidando interesadamente que cada uno tiene su trabajo y, por eso mismo, la conductora de ambulancia o autobús, el guardia que ordena el caos de tráfico o el policía que patrulla para impedir los saqueos tampoco van a achicar agua. De la misma manera, pero en otro sentido, habría que pedir al exaltado que blande un palo o arroja barro que guarde sus energías para ayudar en los rescates.
Están también los que, sin tener ni idea de las dificultades de una operación de una escala como esta, que impide llegar a todos lados a la vez, aprovechan para lanzar sus injustos gritos de ¡asesino! y propalar el aparentemente atractivo pero peligrosísimo lema de “el pueblo salva al pueblo”, como una llamada a despreciar la política y a saltarse todos los mecanismos de garantías con los que nos hemos dotado en democracia.
En este ambiente comprensible pero también agitado por interesados en el caos, lo único que cabría hacer es analizar concienzudamente todo lo que ha fallado, qué se podría haber hecho para evitarlo y pedir responsabilidades contundemente. Y sobran las maniobras de aprovechamiento político y, por supuesto, los intentos de linchamiento.
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