Relatando

Gafas de cerca

26 de enero 2025 - 03:06

En Cádiz una calle –inexplicablemente despeatonalizada por el vigente alcalde, Bruno García-- ostenta el delicioso nombre de Veedor, porque tenía residencia allí un cargo notorio para el comercio marítimo y sus economías: el Sr. Veedor de Galeras debía “ver” y mirar tratos, mercancías y documentos; un auditor público. En Sevilla hay una calle que se llama Relator, y tal nombre proviene de que allí vivía el encargado de relatar los autos a los tribunales de la audiencia en el siglo XV. El verbo relatar, o, mejor dicho, el sustantivo relato, es un caso de enjundiosa polisemia. En muchas localidades andaluzas se dice “relatar” a protestar por lo bajini y más tiempo de la cuenta, y yo me declaro “relatón”; que es el adjetivo para quien relata, según esta acepción. Lo soy, ya sin remedio, pero también sin complejo: uno desagua malas babas y frustración relatando, que nada tiene que ver con faltar al respeto; sí a la paciencia del prójimo. De joven leí bastantes relatos. Todo Borges –hoy sería incapaz–, todo Cortázar: tres cuartos de lo mismo, no volveré a ser veedor de los relatos del mago del lenguaje argentino y parisino. No escribieron una cantidad extensa de historias cortas, por cierto (Borges, tampoco largas). Recientemente, viene estando fijo en mi mesilla el volumen Relatos de Giuseppe Tomasi Di Lampedusa (Anagrama 2020): es una delicia volver a zamparte uno de ellos antes de que las hojas reposen sobre tu pecho, ya la respiración abandonada al sueño.

También es “relato” un caso de neologismo. El uso reciente de esa voz como argumento de trajín comunicativo y pelea política es agotador: sus detractores debemos darnos por vencidos, y dejarnos de relatar cansinamente. Con no usarlo es bastante. En septiembre pasado escribía lo siguiente aquí un amigo, del que no recuerdo el nombre, sobre esta nueva acepción de relato: “Relato fue un término que cobró notoriedad con el procés, que es otra expresión que fue perejil de noticieros y los debates. “Relato” se refería a una argumentación interesada: el independentismo, el madridismo, lo que fuera menester para esgrimir una causa con sustento histórico, doliente, estadístico; propaganda. Pero la fugacidad castiga más a la forma que al fondo de las cosas. La caducidad se ceba con la moda, de suyo trivial y pasajera, y es ese el sino de la hipercomunicación vertiginosa y líquida, donde lo que parece sólido está a la postre condenado a la cañería y al olvido”. De momento, este hombre ha errado en el pronóstico sobre la muerte anunciada del relato politicón. No sólo pervive, sino que casi impera.

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