Enhebrando
Que no pare la fiesta
Monticello
En el otoño, innumerables pájaros atraviesan la isla de Manhattan en su migración al sur. Miles de ellos, confundidos por el reflejo de los rascacielos, mueren estampados contra los cristales, sin que casi nadie eche cuenta a su fatídico destino. Mi amiga S. sí lo hacía. Conocí a S. en una ajetreada residencia de estudiantes, junto a la Universidad de Columbia. Era muy pequeña de estatura, oscura de piel y de ojos. Su voz sonaba extremadamente ronca y marcada por un leve acento hindi que daba aún más encanto a su inglés de alta escuela. S. tenía tres obsesiones: el terrorismo, el amor y los pájaros. Su cuarto estaba empapelado con fotos de las torres gemelas y mapas de metro de Londres. En él se encerraba durante sus frecuentes ataques de desamor, y es que, cíclicamente, S. se inventaba una pasión, por lo normal imposible. Era dar la cara el desengaño y S. se clausuraba durante días para beber vino blanco sin descanso, escuchando en bucle, y a todo volumen, I want you back, la canción de los Jackson Five. Más o menos transcurrida una semana, S. salía milagrosamente fresca de su habitación, llena de aventura, y nos maravillaba con aquella nueva historia que estaba decidida a escribir. S. recogía pajaritos a los pies de los rascacielos. A los heridos les daba primeros auxilios y luego los llevaba al veterinario. A los muertos, que eran mayoría, los enterraba, ataviada de estricto luto y tras un breve funeral, en un parque llamado Shakura. S. no soportaba que nadie la molestara en su cuarto los días de vino blanco y clausura. Si llamabas a su puerta, te abría en camisón, con los ojos en sangre, y te insultaba en un arameo ronco y desatado. Cuando el impertinente vigilante, delator profesional que aguaba nuestras fiestas, insistió en allanar su estancia para frenar el bucle de los Jackson Five, S. le mordió con fuerza. S. fue expulsada de la residencia y yo me fui a vivir con ella a un apartamento con vistas al parque. A los pocos días de tomar posesión se enamoró perdidamente del dependiente paquistaní que atendía en el deli de la esquina. S. le llamaba día sí día también para que subiera comida y vino blanco a casa, donde ella le abría la puerta preparada con sus ropas más sensuales y los labios recién pintados. S. me dijo una vez que hubiera querido ser bonita. Un día que me encontré el frigorífico repleto de pajaritos amarillos y verdes esperando su funeral, tuve la desfachatez de pedirle cordura ¿Qué quieres S.? ¿Que derriben los rascacielos? ¿Enseñar a volar a miles de pájaros? Y sí, todo eso es lo que quería, nuestra gran S., tan superior, el único Quijote que he conocido, a quien perdí la cuenta y la pista de sus causas perdidas.
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