Enhebrando
Que no pare la fiesta
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En el verano de 1990 la selección de Alemania occidental jugaba su último gran torneo antes de la reunificación, el Mundial de Italia. Aquel equipo derrotó a la Argentina de Maradona en la final y se alzó con el título. Ese mismo año, en diciembre, Alemania competiría ya reunificada bajo una sola bandera. Como escribió un gran jurista alemán, Peter Häberle, la selección se convirtió desde ese momento en un símbolo poderoso de la identidad nacional unificada. Facilitó la credibilidad en la unidad del pueblo alemán tras 45 años de separación. Ese mismo verano de 1990 una selección yugoslava sublime se proclamaba campeona del mundo de baloncesto en Argentina. Tras el pitido final y cuando todos los jugadores levantaban la enseña de la extinta federación al grito de Yugoslavia, Vlade Divac, una estrella de aquel equipo, se encaraba con un aficionado argentino, hijo de croatas, al que arrebataba con furia la bandera de este país. Aquel gesto pronto se interpretó como premonitorio de la imparable y violenta desintegración yugoslava. Si aquella victoria de 1990 fue así para Alemania un azar del destino, del que surgió un símbolo que ha cumplido una función cohesiva de la comunidad, la victoria de la mítica selección Yugoslava demostró la fragilidad de todo símbolo, que puede tornar, desde su propia fuerza irracional, en desintegrador, agravando el curso de escisión de una unidad. Creo que es innegable, a estas alturas, que la selección española de fútbol desempeña una función simbólica e integradora extraordinaria, dentro de un país que no posee precisamente una simbología nacionalista sentimentalmente consolidada. En tanto compuesto por personas, se trata de un símbolo que es permeable a su contexto. Basta comparar los fastos del 2010 con los del 2024 para darse cuenta de que el nacionalismo español posterior al 1 de octubre de 2017 se expresa de una forma antes inédita. Quien integra una institución con calado simbólico ha de asumir, eso sí, una responsabilidad ritual. La juventud en modo alguno ha de redimir lo mediocre. Digamos, que al presidente del Gobierno se le saluda con la mirada en los ojos. En todo caso, el trance de la Moncloa escenifica bien algo que es hoy definitorio de nuestra política constitucional: quien ha establecido desde el poder un eje amigo enemigo en todo asunto público, una comprensión populista de lo político, ya no podrá aspirar a desempeñar con normalidad esa mínima función de integración que también se le presupone a un cargo eminentemente político como es el de presidente del Gobierno.
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