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Mikel Lejarza
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El lanzador de cuchillos
Totò Schillaci se crió en un barrio chungo de Palermo y fue la estrella inesperada del Mundial de 1990. A veces bromeaba con que su carrera duró apenas aquellas tres semanas, pero dejó una huella imborrable. Corrió detrás de una pelota desde que era un niño por las calles del CEP –Centro de Expansión Periférica– y, ya adolescente, fichó por el equipo de la Empresa Municipal de Transportes. No fue la escuadra de su ciudad, sino el Messina, en la otra punta de la isla, quien lo sacó definitivamente del asfalto. Lo que vino después es de sobra conocido: la Juve, el Inter, la Nazionale italiana. O sea: el éxito, la notoriedad, el dinero. La fama repentina no se le subió a la cabeza: siempre supo de dónde venía y quiénes eran los suyos.
El Mundial de Italia estaba destinado a hacer legendarios a quienes ya eran astros rutilantes: Maradona, Van Basten, Romario. Pero Totò, suplente que contaba poco para Vizzini, cambió el guión del torneo con un gol ante Austria a los cuatro minutos de salir del banquillo. Como por arte de magia, la oruga se transformó en mariposa. Schillaci, contra todo pronóstico, fue capo cannonieri y mejor jugador del campeonato. Sus seis goles no fueron suficientes para que Italia ganara el título; sí para que aquel atacante, que celebraba cada tanto a la carrera, con los brazos alzados y los ojos desorbitados, se convirtiera en un ídolo.
Pero Schillaci fue durante mucho tiempo el antihéroe del fútbol italiano. “Cuando me querían en Turín, la perspectiva era estar en el banquillo, con Casiraghi y un delantero extranjero en el campo –dijo al inicio de su aventura con la Juventus–. En cambio, me convertí en el delantero extranjero”. Es una frase que dice una verdad. Y lo hace de forma involuntaria. Totò, en el Norte opulento, jugó siempre en tierra hostil. No había estadio en el que no le echasen encima un basurero. Especialmente después de que un periódico publicara que habían detenido a su hermano por robar neumáticos. “Ruba le gomme, Schillaci ruba le gomme”, le cantaban de Milán a Verona. Y terrone, claro, el insulto recurrente a los que proceden del Sur. Sus orígenes modestos fueron un pecado original que nunca pudo expiar. Hoy que ha muerto toda Italia recuerda el verano en que un siciliano de movimientos espasmódicos y habla sincopada obró el milagro de la unión entre norteños y meridionales. Aquellas noches mágicas.
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