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Rafael Sánchez Saus
Vance rompe moldes
Me enseñó la foto. Impresionaba. Sobre unas colinas agujereadas cientos de personas trabajaban. Era una mina a cielo abierto, aunque ni tanto, porque de algunos agujeros mal entibados asomaban cabezas. Por supuesto: ni un sólo casco, bota, guante ni nada que sea sinónimo de seguridad. Algunos niños trabajando junto a los adultos. Lo que estaban extrayendo, según el texto que acompañaba la foto, era una mezcla de dos minerales: columbita y tantalita, es decir: coltán. Y el país en el que todo eso está ocurriendo: la República Democrática del Congo, en pleno corazón de África.
Ya habíamos escuchado antes hablar del coltán. Pero aún así nos leímos el artículo completo. Escalofriante. Ese y otros que aparecían en búsquedas similares. El 80% de las reservas mundiales están allí, en el Congo, y ese -maldito- mineral, la tantalita, es fundamental para la fabricación de nuestros teléfonos móviles, sistemas GPS, ordenadores o satélites. Hasta 500 dólares se puede pagar el kilo de coltán en el mercado internacional. Tres de esos dólares llegarán, con suerte, al minero.
En paralelo: destrucción de uno de los mayores pulmones del planeta, impacto sobre los gorilas que habitan aquellas montañas, o sobre la población de elefantes, genocidio y explotación infantil, y una guerra larvada y financiada en parte, como se ha demostrado, por empresas privadas con intereses comerciales en la zona. Léase coltán. Es decir: la misma codicia de siempre, arrasando con todo lo que se encuentra por el camino, por sagrado que sea.
Me enseñó la foto. En su móvil. Paradojas. Me entero de la explotación que sufren miles de personas por culpa del coltán a través de un aparato que usa coltán. El mineral que sacó con sus manos quizás un niño en el corazón de África terminó en un móvil en el que sale una foto suya, sacando la cabeza de un infame agujero en la tierra. Es un círculo perverso que se cierra sobre nosotros, los consumidores, dejándonos perplejos, inactivos.
No pasa sólo con ese -maldito- mineral. La procedencia de muchos productos que llegan a nuestras manos está, en muchas ocasiones, llena de sufrimiento, muerte, destrucción. Y lo sabemos. Pero, de alguna oscura manera, nos da igual: no estamos dispuestos a renunciar a esos productos sólo porque millones de personas estén perdiendo la vida en su fabricación.
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