El catalejo
¿Que no hay impunidad?
Cuando llegan estas fechas suelo tener que dar explicaciones sobre mi negativa a comprar o compartir lotería de Navidad. Ya sé que la mayoría de los que juegan hoy no son compradores habituales y puede que hasta estén en contra de los juegos de azar. Pero esto es otra cosa, se dice, y nadie parece cuestionarlo. Hay un consenso generalizado sobre este sorteo, apoyado en la tradición y exacerbado en los últimos años por eficaces campañas publicitarias. Y resulta atrayente participar del rito, integrarse en una práctica consolidada de identidad colectiva, echar a volar la fantasía… ¿Y tú, qué harás si te toca el Gordo?
Sin embargo, aunque se presente envuelta en una narrativa amable y de exaltación de valores colectivos, esta no deja de ser una ceremonia engañosa. La imagen de riqueza inesperada y cava corriendo por las aceras alimenta el deseo, y bajo su apariencia inocente, encumbra al azar como arquitecto de la estructura social y económica. El capitalismo, como saben, no solo ordena lo que debemos hacer para subsistir, sino lo que debemos pensar y desear, y esto de que nos toque el Gordo de Navidad está muy arraigado.
Mucho dinero y fama efímera, eso se nos promete. Pero no conozco a nadie en su sano juicio que prefiera ser muy rico y, a cambio, carecer de lo que no se puede adquirir con dinero. Las cosas más valiosas y necesarias, las que siempre elegiríamos para vivir bien, no se pueden comprar con una tarjeta bancaria, y en este punto es preferible que cada lector haga su lista. Yo hice la mía y fui consciente de mi estúpida confusión. Animada por el ejemplo de otras personas, vi que no era nada del otro mundo salirse del esquema socialmente establecido, y me sentí mucho mejor.
Soy, por tanto, una especie de humilde objetora, no porque no quiera que me toque la lotería, sino porque ya me ha tocado. Tengo amor, salud y mis necesidades cubiertas. Para colmo, he nacido en la parte buena del mundo, la que llamamos “desarrollada”, y eso tampoco es mérito mío, sino un privilegio acumulado a lo largo de los siglos sobre el subdesarrollo de otras muchas personas, lo que me invita a revisar constantemente mi supuesta “buena suerte”. Así que en un día como hoy lo que quiero es recordarme la necesidad de educar el deseo: soñar algo distinto, no domesticado, imaginar una utopía realista que nos permita a todos, de verdad, tener una vida más feliz y más digna. Entonces, la alegría del Gordo sí estará auténticamente repartida.
También te puede interesar
El catalejo
¿Que no hay impunidad?
Crónicas levantiscas
Los cuervos sobre el Vaticano
La esquina
José Aguilar
Política cateta, miope, alicorta
El microscopio
Política de sofá
Lo último