El catalejo
¿Que no hay impunidad?
Al segundo día de la tregua del pasado mes de noviembre, algunas familias de Gaza se acercaron a la playa. El tiempo acompañaba y ese día no caerían bombas asesinas. Las mujeres aprovecharon para lavar y los niños para bañarse, tras mes y medio de escasez de agua. Estremece ver ahora esas imágenes de niños jugando y corriendo mientras sus mayores los contemplan, con rostros cansados y a la vez sonrientes… El sol y el mar eran reales, la sensación de paz, un espejismo. Como si sonrisa y juegos no fueran su derecho.
Esos días fueron un respiro de cordura, un destello de posibilidad. Un espejo fugaz donde la comunidad internacional debería mirar y mirarse, para luego sentir vergüenza ante el silencio, la conveniencia.
Así funcionan las treguas. Tienen algo de distópico, quizás porque lo efímero forma parte de su valor. Y durante el tiempo que duran, todo se vive más intensamente y la novedad se cuela por rendijas de acciones mil veces repetidas. Ocurre igual con nuestras pequeñas treguas cotidianas, semanales o anuales, que nos resetean por dentro. Y de alguna forma sucede también en Navidad.
La tregua navideña no tiene que ver con luces aparatosas o compras frenéticas, ni con obras benéficas o márketing sensiblero. Eso también es espejismo, es mentira que aceptamos con la misma silenciosa conveniencia. Solo queda, ahí en lo hondo, un latido, quizás una aspiración: la prisa deja paso a los encuentros, las pantallas ceden sitio a la escucha y hasta somos capaces de ponernos en lugar del otro; los deseos de cooperación tienden a ser sinceros… Luego la tregua se acaba y todo vuelve a ser como antes. Como si no fuéramos capaces, como si no tuviéramos derecho.
Pero hay quienes mantienen el destello, la posibilidad: relaciones más cooperativas, encuentros que nos hacen más humanos… Com-pasión. Escucha. Y paz. El sueño de un futuro con sonrisas y juegos, un sueño al que no renuncian personas a uno y otro lado de las trincheras, ni todos los que se desgastan para conseguir cambios, pequeños y grandes. Los que empujan la historia hacia ese latido, hacia esa tregua…
Quién sabe qué habrá sido de aquellos niños y sus padres. No hay otra alternativa que seguir empujando: para que algún día otros niños jueguen y rían, para que nos miremos sin vergüenza al espejo de nuestra propia humanidad. Para que, a pesar de todo, las treguas sigan existiendo, y la compasión, la escucha, la paz, sean algo más que una posibilidad.
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