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Ignacio F. Garmendia
Turrones
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La semana pasada estuvo el jurista y escritor Rafael Jiménez Asensio en la Facultad de Derecho para disertar sobre las figuras de Galdós y Valera, cumbres junto a Clarín de la narrativa española del siglo antepasado, en una conferencia donde dio cuenta de su admirable familiaridad con la vida y obra de ambos, plasmada en sendos libros que abordan el legado del primero y la actividad política del segundo, habitualmente relegada por su más conocida aunque inconstante dedicación a la literatura. Pese a su distancia ideológica y literaria, los dos escritores tuvieron más puntos en común de lo que se piensa, empezando por el hecho de que abogaron por distintas formas de liberalismo, defendieron la libertad de conciencia y dieron muestras en su vida íntima de una desinhibición a prueba de moralistas. Pensábamos al escucharlo en la decadencia de la oratoria con la que políticos como Cánovas, Salmerón o Castelar, también escritores y los tres por cierto andaluces, como don Juan, ennoblecieron nuestra tradición parlamentaria. Ellos y sus contemporáneos vivieron en una sociedad con altas tasas de analfabetismo y en la que apenas existía la instrucción pública, pero los avances del país no han tenido reflejo, antes al contrario, en la capacidad de los oradores actuales para expresarse con un mínimo de corrección, no digamos de brillantez o elegancia. Si escuchamos las pobres y a menudo lamentables intervenciones de la gran mayoría de los diputados en el Congreso, el contraste es desolador, con pocas excepciones al tono mitinero que preside el discurso de los señores y señoras que nos representan en la cámara. En cambio, no ha perdido actualidad lo que Jiménez Asensio llama, en su libro sobre Valera, la España de los turrones, empleando la palabra en el sentido –hoy en desuso pero aún vigente, referido a los destinos o beneficios ligados a los poderes públicos– que le da el diplomático egabrense en su impagable correspondencia. La infinita prodigalidad del Estado, multiplicada por la creación de nuevas administraciones y las consiguientes redes clientelares, con su monstruosa legión de asesores y puestos de libre designación, ha aumentado el número y la variedad de las prebendas en una proporción indecente e inasumible, con la novedad de que quienes disfrutan de ellas lo hacen no con el cínico refinamiento de Valera, sino aparentemente convencidos de su utilidad y volcados en la tarea de adoctrinar a los exhaustos ciudadanos. Desaparecieron en teoría el caciquismo, las cesantías y la esclerosis decimonónica, pero nuestra inveterada inclinación a parasitar las instituciones ha sustituido los viejos males por un verdadero festival de mamelas.
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