Alto y claro
José Antonio Carrizosa
La confianza está rota
Confabulario
Tras los sucesos de Paiporta, el Gobierno de la nación ha insistido en la autoría ultraderechista de la protesta. Viendo las imágenes, sin embargo, se comprende que los hechos responden a una inquietud general, fruto de la desesperación, la ira y la impotencia. Hasta el momento, la única ultraderecha que se ha manifestado al respecto han sido la ultraderecha sediciosa de Junts, bien por boca de don Carles Puigdemont, criticando la presencia de la Corona, bien por obra de Joan Serna, miembro de sus juventudes, quien ha lamentado que el señor Mazón no haya hecho ninguna declaración en catalán, con lo que eso ayuda. No en vano, del propio comportamiento de la multitud hacia los reyes cabe deducir otra cosa. Se respetó al jefe del Estado, cuyo poder es aglutinante, simbólico y representativo. Pero se persiguió y se insultó a los poderes ejecutivos, cuya ausencia ha resultado, al cabo, devastadora.
El rey hizo lo que se espera de un jefe del Estado: personarse en la aflicción de sus conciudadanos y escuchar sus necesidades y sus quejas. Entre otras funciones, el Estado sirve para eso, para saber que no nos hallamos a expensas de nuestras menguadas fuerzas. De ahí que la explicación del Gobierno sea profundamente inexacta. Con suficiente claridad se ha visto que las airadas reclamaciones se dirigían, principalmente, a los poderes ejecutivos, nacional y autonómico, los cuales siguen dirimiendo a quién se debe la parálisis que embarazó los numerosos y eficaces resortes que el Estado tiene a su disposición. No parece que se trate, en ningún caso, de “un Estado fallido”, como se ha dicho con insistencia estos días, sino de un Estado inmóvil, cuya indolencia ha querido suplir, en parte, la propia ciudadanía. La descoordinación y el vértigo no son razones suficientes para justificar una inacción tan prolongada. Como tampoco la apelación a la ultraderecha servirá para ocultar las responsabilidades propias del Gobierno. Con toda probabilidad, ninguna de las dos administraciones, ni la autonómica ni la central, encontrará una excusa solvente para eximirse de unos hechos tan graves y tan desgraciados.
Si el presidente del Gobierno se vio precisado a huir ante la hostilidad de la población, no fue por un motivo político, sino porque los colosales recursos que se hallan bajo su mando no comparecieron en ayuda de sus compatriotas. Y lo mismo cabe atribuir, a una escala menor, al señor Mazón, que se quedó al amparo del rey, la más alta representación del Estado, a quien sí quisieron decirle sus razones. Sus amargas y dolorosas razones.
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