Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Dos semanas atrás, esta misma columna se titulaba Jardín antiguo, como bien podría haberla llamado nuevamente hoy ya que, al igual que aquella, trata sobre la exposición de pinturas que se inaugura esta tarde en la Casa Grande, de Ayamonte, y de la que quien ahora escribe estas líneas es el único responsable a los ojos del mundo: una muestra motivada, más que literalmente inspirada, por mi obsesión por el poema homónimo de Luis Cernuda que a lo largo de medio siglo, como ya saben los lectores más fieles de esta columna de título genérico e inequívoco: en este perro mundo.
Pero han pasado tres semanas desde aquel aplazamiento que vino forzado por un malentendido, puesto que los responsables de la programación le habían adjudicado a mi 'Jardín antiguo' la sala de exposiciones en vez del patio central, que fue lo solicitado en su día en consonancia con el espíritu de las obras que presento, y esa circunstancia ha obrado el milagro de que mi jardín más íntimo, sembrado con elementos tipográficos y vegetales, sea hoy más antiguo que entonces, por más que mis pinturas sean exactamente las mismas que las previstas para ser expuestas dos semanas atrás y, por tanto, no hayan cambiado; pero yo sí, puesto que ya no soy el mismo hombre de entonces, y la relación con mis pinturas ha cambiado más de lo que a ojo de buen cubero pueda parecer.
En efecto, desde un punto de vista externo y cronológico, yo tan sólo soy dos semanas más viejo que entonces, un lapso de tiempo del todo despreciable en comparación con mis setenta años ya cumplidos, pero de puertas para adentro sí he notado que la íntima decepción de no haber inaugurado en la fecha concertada desde varios meses atrás, me está pasando factura, tal vez porque nunca me había ocurrido nada igual en este medio siglo de actividad expositora, y este imprevisto ha trastornado los registros de mi almario, ya que aún tengo por vivir una experiencia, la inauguración de esta tarde, que ya debería estar formando parte de mi pasado más reciente, pero no de mi futuro, ni tan siquiera de mi presente. Por eso creo justamente ahora, y no ayer ni tampoco mañana, que si nadie me lo pregunta creo tener una noción precisa de lo que es el tiempo, pero si me viera en la obligación de explicárselo a alguien que me preguntara, no sabría cómo hacerlo. Y, definitivamente enfrentado al espejo de mi tiempo, ya sólo sabría precisar sobre mi ayer y mi mañana que son dos adverbios de tiempo, y que se usan con tanta frecuencia y familiaridad en nuestra vida cotidiana que parecen diluirse entre los labios mientras los nombramos, porque las tres sílabas de pasado, de presente, y de futuro parecen confundirnos el paladar mientras las pronunciamos, porque no tenemos fórmula alguna para calibrar y medir la insaciable usura del tiempo.
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