Desde la Ría
José María Segovia
La última hoja
¿Cansado de dormir en hoteles con aire acondicionado, una cama grande y baño con bidé? ¿Cansado de ir a restaurantes y que te pongan la comida por delante? ¿Estás harto de darte una ducha sin preocuparte de si se te acaba el agua caliente? ¿No te seduce ya la idea de dormir plácidamente sin escuchar a los vecinos cómo se hacen el desayuno mientras escuchan a Manzanita a toda pastilla a las 8 de la mañana? Pide un préstamo a veinticinco años y vive la mayor experiencia de tu vida: sé como los caracoles o como tu amigo el de las mechas rubias que hace surf y que tiene la planta de los pies negros.
Me encantaría conocer al genio que ha convencido a tanta gente de que viajar en autocaravana o en una camper es una buena idea. Me imagino que será un comercial de la Volkswagen, uno que vende váteres químicos o un diseñador de cocinas en miniatura que estaba al borde de la quiebra porque las niñas se están dando cuenta de que lo de cocinar no es un juego tan divertido.
Una furgoneta camperizada o una autocaravana nueva te puede costar, mínimo, unos 60.000 euros, y según las chorraditas que le quieras añadir se puede ir hasta el infinito y más allá. Te pongo unos ejemplos para que vayas haciendo cuentas: una ampliación de mesa insertable te cuesta 430 euros, que no es la mesa, es un trozo de plástico duro con dos patas para hacer la que ya tienes más grande. Un portabicicletas te puede costar unos 700 euros y una bandejita para apoyar el bocadillo de mortadela en el asiento te sale por 250 euros.
En la publicidad de la página te lo venden de fábula: “No tendrás que preocuparte de nada. Todo lo que necesitas sobre 4 ruedas: cocina súper equipada, monta tu propia terraza y espacio para todo en tu propio hotel”... ¡No se lo creen ni ellos! Están todos muertos de risa en su mesa de reuniones de 4x2 m viendo cómo tardas toda una mañana en quitar el olor a queso azul que han dejado los pies de tu hijo adolescente en toda la estancia, cargar las baterías, llenar el depósito de agua y hacer la compra y la colada. Y todo esto si tienes suerte y encuentras un área de caravanas que sea medio decente o una gasolinera que preste estos servicios.
Después de recorrer tropecientos kilómetros y toparte con diez señales de prohibido acampar puede que encuentres un sitio medio aceptable. Ahora ponte a montar tu propia terraza, que es lo que más te apetece del mundo, hacer de decoradora después de un viaje largo. Reza para que no se te haya olvidado nada de la lista de la compra y cuando te hayas dado cuenta de que no hay cobertura convence a los niños de que buscar la Osa Mayor en el cielo es lo más divertido que uno puede hacer antes de irse a la cama. Tu propio hotel: ¡Claro que sí, Mari Carmen! Pero un hotel cápsula, porque lo de dormir todos juntos… Intimidad, poca.
Pero no te voy a quitar yo las ganas de irte de vacaciones a un parking, faltaría más. Un estilo de vida que compensa, ¡claro que sí! ¿Quién no ha soñado alguna vez con limpiar las deposiciones de su pareja? En un espacio tan reducido y con tantas tareas que realizar habrá que organizarse, y me huele a mí a que el ejercicio de vaciar el váter químico se hace a medias: nunca hubo tanta igualdad de género. A menos que la idea haya sido sólo de uno de los dos, que es el que tendrá que hacer el trabajo sucio.
Al imaginar a estos seres de luz sentados al volante de su autocaravana, disfrutando de la brisa marina de camino al terraplén situado a seis kilómetros de la playa, sólo se me ocurren actividades motivantes, de esas que te acercan a la vida de antes y te conectan con la naturaleza: ducharse al aire libre sintiendo la arena o la gravilla en los pies descalzos, buscar árboles con sombra donde poder descansar del sol abrasador, hacer la colada en un cubo, o si tienes suerte en una lavandería de una gasolinera: esto no es tan idílico pero después de una semana de frotar ropa sudada ver una lavadora y una secadora industrial me imagino que será como ver al mismísimo Dios.
Hacer de comer en un espacio tan reducido debe ser como volver a la infancia; acabo de ver un vídeo en internet de una mujer llorando arrodillada en el suelo enmoquetado de su casa con ruedas porque se le había escurrido el cuenco del arroz a la marinera que acababa de hacer. Por supuesto había manchado el sofá, las paredes, los ordenadores que estaban encima de la mesa y las sábanas de la cama: todo lleno de arroz amarillo, caldillo y gambas. Es lo que tiene vivir en menos de 6 metros cuadrados. Pero igual que se cae uno se levanta, en eso consiste la vida: se limpia todo con toallitas húmedas y a disfrutar, aunque te lleves una semana oliendo a marisco. El poder superar estas pequeñas cosas es lo que nos hace fuertes.
Sé que me dejo en el tintero muchas más bondades de la vida nómada, la “Vanlife” que la llaman. Yo prefiero disfrutar de otro tipo de vacaciones: llámame cómoda, vaga o aburrida, te lo admito. Sé que hay muchos aventureros con ganas de gastar dinero y vivir emociones de esas que vivían nuestros antepasados cuando no había luz eléctrica ni agua corriente, pero es que no me salen las cuentas: a una media de sesenta euros la noche me da para mil estancias de hotel, que son unos treinta y tres meses. Si me voy un mes al año de vacaciones pues serían 33 años disfrutando de una terraza ya montada, con camareros, vasos de cristal y servicio en mesa. Toallas limpias, cisterna en el váter y espacio entre la cama y el baño para no romperme los dedos del pie. Además, me gusta mantener la planta de mis pies limpios.
Pero si quieres poner a prueba tu relación, curar tu claustrofobia, superar el miedo a las arañas y saber si te caen bien los hijos de tu pareja no dudes en unirte al club: ver las estrellas sentado en una silla de playa bebiéndote un gintonic en un vaso de plástico no tiene precio. ¡Oh, no! Se nos olvidó el hielo.
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