El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Tal vez no se lo crean, pero, aquí donde me ven, tan alto, fuerte y rudo, una vez lloré con El Venao, y no me refiero a lo de la madre de Bambi, que también, sino a la canción, ya saben: “y que no me digan en la esquina (el venao, el venao), que eso a mí me morifica (el venao, el venao)”. Un temazo (no como las canciones que se hacen ahora) que aquel verano escuché tantas veces que la cinta acabó gastándose, aunque es verdad que era de esas casetes falsas que vendían en la gasolinera. Una copia del Caribe Mix, que era el bueno, pero con otro nombre y otros cantantes, aunque, si les digo la verdad, a mí mis versiones me gustaban más y eran más baratas. Total: que el verano se acababa y ahí estaba yo, conduciendo el Ford Scort de vuelta a un nuevo curso, secándome las lágrimas mientras escuchaba la cancioncita en cuestión, añorando ya un verano que en realidad había sido un veranazo de los que se recuerdan toda la vida. Desde luego, yo aún no lo he olvidado, aunque a decir verdad no he olvidado ningún otro. A lo mejor los mezclo, claro. Muevo acontecimientos de un sitio a otro, cambio detalles… pero lo esencial permanece. La música de Sábado Cine, el olor del flotador, los nervios antes del capítulo de El coche fantástico, las largas excursiones en bici, las cabañas secretas, las aventuras en las grutas, el conejo de la suerte, los piques entre pandillas, mi Vespino, las tardes eternas en las dunas, el radiocasete de doble pletina, el primer cigarro, las noches locas, la risa desganada y contagiosa de Mari Carmen, los desamores, los amores, los amigos que aún perduran… Podría recordar conversaciones enteras, si me aprietan, porque los veranos están hechos para ser recordados. La vida, en realidad, está hecha para ser recordada, aunque ahora prefiramos grabarla.
Un estudio de la Universidad de Princeton dice que compartir fotos y vídeos en las redes sociales reduce un 10% los recuerdos que guardamos de esos momentos. Explican los psicólogos que el hecho de externalizar la experiencia para dejarla a merced del móvil hace que la recordemos peor y que seamos mucho menos precisos cuando tratamos de evocar esos momentos vividos. O sea, que el móvil nos roba la memoria, aunque creamos que es justo lo contrario, y lo peor es que ahora ni siquiera somos nosotros los que guardamos nuestros recuerdos, porque de eso se encargan unas empresas que nos los convierten en números y nos los alojan en servidores de California o de Pekín para devolvérnoslos, bien segmentados y retocados, cuando ellas quieren. Ellas deciden lo que debemos recordar y lo que no, nos lo encapsulan y nos lo ponen en la pantalla para que lo compartamos y volvamos a olvidarlo inmediatamente después. Hemos preferido olvidar, pero lo más terrible de todo esto es que hemos elegido que también nuestros hijos olviden. Pienso en ellos y no puedo dejar de preguntarme qué sería de mí si solo recordara lo que las redes me hubiesen guardado del verano de El Venao. Quién sería yo ahora si hubiera tenido un móvil el día de mi primer concierto de El Último, en las noches de feria, en los días enteros en la otra banda, o navegando en el Elton, o en los campamentos, en los ratos de pesca con mi padre... Supongo que seguiría siendo yo, pero desde luego sería un yo mucho más triste, porque todo es más triste cuando no se vive (ni se recuerda) intensamente.
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