Sus verdes botas de agua

13 de marzo 2025 - 03:05

Había una vez, en una ciudad al sur de la península, una chica de mediana edad a la que le gustaron unas botas de agua que vio en un escaparate. Eran de color verde, el verde característico del ejército y el de la ropa de caza. Esa paleta de verde de nuestros paisajes de pinos, espadañas y juncos; el verde del alcornoque, de la encina y del olivo. El verde de la aceituna que le echas a tu ensalada de cogollos con pimientos del piquillo.

Esa chica quería sus botas verdes, para no mojarse los pies y para pasear por la ciudad mientras se acordaba, bajo la lluvia, de lo bien que le iba a venir ese agua a la Laguna del Portil, por ejemplo. Tras varios veranos de sequía, se le encogía el corazón cuando pasaba por allí y veía ese lecho desquebrajado. ¿Dónde estarán, dónde, los alegres compañeros, los flamencos y las garzas, con su armonioso aleteo? Mirando las botas en el escaparate, se acordó de esos viajeros de lagunas y esteros.

Era una tarde muy lluviosa, de truenos y relámpagos. Tras pensarlo unos minutos entró en la tienda y se las compró; salió del comercio con sus botas nuevas puestas. Qué bonitas y qué prácticas, ya no tenía que esquivar los charcos, se sentía como una niña de siete años. Eran de caña alta, eran impermeables y fue todo un acierto porque daban lluvia toda la tarde. Tenía que hacer algunos recados y aún le quedaba un buen rato antes de llegar a casa.

Tras una hora de caminata por el centro de la ciudad, buscando por algunas ferreterías cinta de doble cara, para colgar un cuadro, empezó la chica a notar que algo no iba bien. Con cada paso, la sensación de sus pies cociéndose dentro de las botas se hacía más insoportable. A esto se le sumó que los calcetines le bailaban al andar, lo que hizo que le saliera alguna que otra rozadura. Empezaron a dolerle las espinillas, las rodillas y el orgullo: ¿Cómo le había parecido tan buena idea?

Aprovechó que había una silla en la última ferretería que visitó y se sentó. Le pareció maravilloso este gesto de gratitud con los clientes, ya que no suele haber asientos en las tiendas, siendo algo tan necesario: para las personas mayores, para las que tienen problemas de movilidad y para las que llevan dos horas andando con botas de agua, por supuesto. Una vez que disminuyó un poco la cocción de sus extremidades y le pudo llegar sangre al cerebro, hizo balance de la tragedia: eran nuevas, andó más kilómetros de la cuenta, los calcetines no eran los adecuados y el verde olivo, verde pino, hizo aguas por todos lados.

Al día siguiente dejó de llover y ya no tuvo oportunidad de ponérselas hasta pasados 8 meses, que bajó a comprar el pan. Al año siguiente se las puso dos días, y al siguiente sólo una vez. Este año las ha sacado de la caja porque parece que va a llover el mes de marzo entero pero se ha dado cuenta de que la suela se ha cristalizado; ¡Mal rayo parta a estas botas de satanás! ¡Que el diablo se las lleve a la sima más profunda del averno!

Descansen en paz. Una mala compra la tiene cualquiera. ¡Feliz tormenta!

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