Brindis al sol
Alberto González Troyano
Los otros catalanes
El hombre del futuro se apareció de repente, chas, en medio de la plaza. Miraba, absorto, alrededor mientras consultaba los datos que brillaban en la pantalla de su antebrazo, a la que daba golpecitos con un dedo índice que apenas sentía, hinchado como estaba, metido en su guante de kevlar. A algún ingeniero se le había ocurrido que a aquellos trajes iba a ser mejor meterle dos capas, ya saben, para que no se les desintegraran durante el viaje en el tiempo y no acabara nadie desmembrado en algún agujero de gusano. La cosa es que había llegado entero. Lo malo es que apenas podía moverse con tanta tela. “Mucho viaje espacio-temporal, pero menuda basura de pantallita”, pensaba, incrementando exponencialmente la intensidad de los golpes al monitor dichoso, que no dejaba de parpadear. “¿Les habrá sentado mal a los microchips el viaje? ¿Me quedaré sin aire? ¿Me quedaré aquí? ¿Me quedaré tieso?”.
El viajero del futuro, normal, estaba muertecito de miedo, pero por fin, en el último golpe -porque siempre es en el último- la pantalla volvió en sí para mostrarle los datos estratoscópicos, y por supuesto los meteorológicos y los matriciales. Tuvo que esperar un tiempo para comprobar que todo iba bien, también, con los datos espaciales: 37.26001, -6.94991; y con los temporales: mediados del siglo 30, o por ahí, porque lo de los números romanos se le daba fatal. La operación, en definitiva, había resultado un éxito, quién iba a decirlo, y sin embargo aquello no era como esperaba. Oteaba el paisaje a través de su escafandra de hombre rana mecánico, recorriendo cada rincón con la mirada sin parecer importarle las líneas infinitas de textos y números que se le cruzaban por delante mientras grababa el recorrido. Un sonido leve de máquina de escribir robotizada (ese ingeniero era un clásico incurable) le zumbaba en el oído derecho mientras la IA le mostraba los apuntes holográficos y el despiece en 3D de cada cosa que se encontraba frente a sí.
Al sur, detrás de los escombros, la luz brillante del mar; al norte, los imponentes montes verdes y ocres, donde aún se conservaban algunas chozas y huertos, vertían al cielo azul el humo gris de los hogares; al este, solo ruina; y al oeste, las viejas campanas de la iglesia dormían sobre un lecho de piedras desde las que un día se alzaron. Empezó a caminar sin esperar gran cosa, moviendo torpemente los zapatos de plomo, que pisoteaban sin compasión los mohosos restos de antiguas estatuas de bronce, que se esparcían por todas partes sobre los escombros de las viejas casas. Los agujereados edificios, que lo miraban pasar con sus ojos de ventana rota, servían como refugio para los pájaro urbanos. Siguió caminando durante kilómetros sin encontrar un soplo siquiera, un retal, de lo que fue su hogar unos cuantos siglos atrás. Observando con tristeza el escenario desolado y acuoso, fantasmal, que deja siempre el abandono. Al fin, sobre la última traviesa de la vía del tren, al lado del último cascote del único museo, junto a las ruinas de un hospital en construcción y a los desechos del último tramo de una carretera indecente, lo encontró: “Aquí yace Huelva, la primera ciudad de occidente, habitada durante más de 3.000 años. Murió abandonada, condenada a su suerte durante décadas por aquellos que debieron protegerla y decidieron protegerse”. Lo leyó en voz alta, sin poder contener una lágrima que trataba de recoger con los dedos enguantados en kevlar. Tan impotentes, tan inútiles entonces como cuando sujetaban la papeleta de su voto.
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