La colmena
Magdalena Trillo
Noah
Todavía me emociono con el final de Mary Poppins. Que lloro, vaya, y eso que llevo viendo la película cada Navidad, año tras año, desde que tengo memoria. Antes, por la tele, luego en vídeo o DVD y ahora en streaming, tanto da: siempre he encontrado una ocasión para volver a verla y siempre, irremediablemente, lloro. Una vez incluso la vi en pantalla grande. En el Fantasio, que era un cine estupendo porque estaba al lado de casa y decías: “me voy al cine”, y te ibas con el chándal fosforito y no pasaba nada, y encima no había que sacarse fotos para Instagram ni hacer sesudos comentarios en Twitter sobre la película que acababas de ver. Solo ibas, la veías, llorabas, y ya. Creo que fue allí, sentado en una de aquellas butacas roídas del Fantasio, donde me enamoré de la magia y la voz de Mary Poppins. Por entonces, la peli ya era antigua, así que supongo que hubo mucha gente antes que yo, y probablemente otras muchas después, a las que les pasó lo mismo. En mi caso es fácil porque, como les digo, estoy un poco zumbado y la veo todos los años, pero estoy seguro de que cualquiera que haya conocido a nuestra niñera favorita reconocería su forma de cantar en cuanto oyeran dos notas de Con un poco de azúcar o cualquier otra canción, incluso aunque no formara parte de la banda sonora de la película. Yo, desde luego, la reconocí enseguida cuando la oí sonar en la última de Macaco, La memoria del corazón, un tema que es especial por muchas cosas, pero sobre todo porque el estribillo lo canta la mismísima Mary Poppins o, lo que en España viene a ser lo mismo, Teresa María, la artista que puso voz a las canciones de Julie Andrews en esa y otras películas, como Sonrisas y lágrimas, o a las de Audrey Hepburn en My Fair Lady. Da la casualidad de que Macaco es su hijo y ha grabado, por fin, una canción con su madre, aunque (siempre hay un pero, y este es especialmente triste) ella no sabe que lo ha hecho porque Teresa María ya no es capaz de reconocerse a sí misma. Tiene alzhéimer.
Macaco hace alarde de su habitual compromiso social, pero esta vez tirando de tecnología para homenajear a su madre y, de paso, señalar con el dedo la realidad de una enfermedad que sigue siendo muy difícil de entender y que, seguramente por eso, nos produce mucho miedo. Tanto, que llevamos décadas empeñados en silenciarla, como si así fuera a desaparecer. En esta sociedad del aquí y ahora somos tan ilusos que pretendemos esconder el alzhéimer bajo el paraguas de una estadística o de tal o cual descubrimiento científico y nos olvidamos de hablar de lo que es y de lo que le hace a quienes les toca y a los que le rodean. Nos hacemos los locos, y cuando al final nos coge (porque, de lejos o de cerca, siempre nos coge) nos descubrimos preguntándonos por qué narices nadie nos había avisado de que era así de terrible. Así de posible. Por qué no nos habían dicho nunca que el alzhéimer era tan duro, tan cruel, que es capaz de apagarle la voz a la mismísima Mary Poppins. A ella, que era –que sigue siéndolo, qué demonios– prácticamente perfecta en todo.
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