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Javier Ronchel
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Gafas de cerca
Por los años 70, allí se veían coches panelados y levis strauss; mujeres rubias y negras en pequeños shorts vaqueros, gorras de los Yankees y guantes de béisbol Wilson, pizzerías y hamburgueserías, bares para jugar a los dardos, locales de luz roja y camionetas grises de la Pick-up, tripuladas por temibles soldados de la Policía Militar con casco blanco y porra fácil, que imponían el orden sin contemplaciones entre la tropa en días de asueto y cogorza; cada poco, los marines desembarcaban a miles de portaaviones inmensos, como el Nimitz o el Saratoga. Todavía el terrorismo islámico no había replegado a los americanos al perímetro de su base militar, y en los chalecitos urbanos de Rota (Cádiz, Spain) se escuchaban riffs de guitarra y canciones diabólicas que rugían de los bafles de tocadiscos de una alta fidelidad aquí desconocida; temas de Jimi Hendrix, Black Sabbath, John Mayall, Peter Frampton o Boston, cuyos discos tardarían años en venderse en España. Allí, cuando en verano los chavales caminábamos por el pueblo descalzos y en meyba y camisa, conocimos a Frank Zappa.
Zappa es un músico autodidacta e inclasificable, ácido crítico social y denodado misántropo, extremos estos que entonces nos pasaban desapercibidos. En Bobby Brown, por ejemplo, dice cosas que hoy cuesta reproducir: “Oh, Dios, soy el Sueño Americano, pero ahora huelo como a vaselina, y soy un pobre hijo de puta, ¿soy un muchacho o una dama?, no sé qué soy”. Ayer, un amigo me manda una entrevista de Zappa en 1986. Tanto él como el atónito entrevistador visten de traje y corbata, y Frank suelta perlas como esta: “La mayor amenaza actual para Estados Unidos no es el comunismo, es el avance de Estados Unidos hacia una teocracia fascista (...) cuando tienes un Gobierno [Reagan era presidente] que prefiere un cierto código moral derivado de cierta religión, y ese código se convierte en legislación para adaptarse a cierto punto de vista religioso (...) nos están tirando a las cañerías”.
Tan lejos y tan cerca de Estados Unidos como estamos ahora, desde este país periférico que el actual presidente, Donald Trump, no pone en pie, uno aplaude su libertad de expresión: los argumentos de Zappa son suyos, que para eso tenía él su boca desbocada. No cabe duda de que la corrección política –no era una expresión en boga– no era su fuerte, y que, también, esas propuestas serían hoy motivo de oprobio y condena mucho más de lo que lo serían entonces. Pero siguen dando que pensar, en una suerte de cíclico retorno de las ideas y las circunstancias.
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