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Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Yalta
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Al sur de la disputada península de Crimea, en la Ucrania ocupada por Rusia, la ciudad portuaria de Yalta, tradicional lugar de veraneo de los zares y después de la nomenklatura soviética, acogió hace ochenta años la conferencia en la que empezó a visualizarse el nuevo orden de la posguerra. Frente al mar que los griegos, luego de colonizar sus riberas, llamaron Euxino u Hospitalario, antes conocido por su antónimo y en origen como pontos o mar a secas, un envalentonado Stalin, el casi moribundo presidente Roosevelt y Winston Churchill, campeón de la resistencia antinazi en los días del Blitz, se repartieron las áreas de influencia ante el inminente hundimiento del Reich. Aunque quedaban tres meses para la rendición incondicional de Alemania, la derrota se daba por descontada y los líderes de las potencias vencedoras pugnaban por repartirse los despojos. Sin olvidar la cita previa de Teherán –a las de Casablanca, Quebec y El Cairo no asistió el siniestro Padrecito– ni la posterior de Potsdam, ya con Truman al frente de la delegación estadounidense, los historiadores señalan que fue el diseño de Yalta, con sus concesiones a la URSS, el que preludió la Guerra Fría. A medida que se acercaba el final, disminuía la cohesión entre los aliados de conveniencia y en el caso de Gran Bretaña la sospecha, reforzada por la nula disposición de Estados Unidos a volver al anterior statu quo, de que su Imperio tenía los días contados. Quizá lo más doloroso fue la entrega de Polonia, castigada por los alemanes –con la fría anuencia de Moscú, cuya responsabilidad en la masacre de Katyn no era todavía de dominio público– antes de la retirada definitiva. En su Historia de la Segunda Guerra Mundial, Churchill constataría que la atormentada nación eslava, escenario inicial de la contienda, se había limitado a cambiar a un conquistador por otro. El premier británico logró imponerse en lo referido a Grecia, pero no pudo impedir que Polonia, como el resto de la Europa Oriental, quedara al otro lado del futuro Telón de Acero. Su gran biógrafo Roy Jenkins cuenta cómo el hombre que había suscitado la admiración del mundo libre, con sus excesos y errores, que también los tuvo, era presa de una creciente melancolía. Pese a trasegar, entre otros alcoholes, “ingentes cantidades de champán caucásico”, según anotó un alto funcionario, y describir el entorno de la villa donde se alojaba como una deprimente “Riviera del Hades”, seguía mostrando su habitual energía en los debates, pero no podía no ver –y acertó, para desgracia de quienes tuvieron que sufrir las consecuencias– la amenaza que se cernía sobre las naciones liberadas por el Ejército Rojo.
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