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Carlos Colón
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Europa está en shock. Dirigentes y ciudadanos de este viejo y decadente rincón del mundo nos frotamos los ojos sin comprender lo que está sucediendo. Y lo que ocurre es que el régimen estadounidense está cambiando. Los norteamericanos han pasado las últimas décadas intentando –a veces con éxito– el cambio de sistema en países considerados enemigos o incluso parte del eje del mal, y ahora están inmersos en su propia metamorfosis política. Donald Trump, el empresario que hace cuatro años perpetró un golpe de Estado –que fracasó– ahora vuelve a intentarlo desde las entrañas del poder. Y esto, que ya dice mucho, no lo dice todo, sin embargo, porque la crisis institucional, el gran putiferio que ha estallado en Washington y sus alrededores, coincide con la crisis de todos los demás factores de poder significativos en el mundo, empezando por el chino y el ruso.
Los europeos –también los españoles, tan antiamericanos- hemos crecido con el mito del vínculo externo. Traducción: siempre ha habido alguien que ha hecho por Europa lo que Europa no era capaz de hacer por cálculo, cobardía o apocamiento. Y ese alguien era Estados Unidos, nuestro particular primo de Zumosol, al que solíamos agradecer los servicios prestados escupiéndole a la cara nuestra insoportable superioridad moral.
Para nosotros, América significaba seguridad, amparo y confianza: la certeza de que no nos enfrentaríamos nunca más a una guerra en nuestro territorio. Esa certidumbre se convirtió en un estribillo repetitivo y que ahora ya no funciona porque, si levantamos ligeramente la mirada, encontramos a nuestro alrededor tensiones y conflictos de todo tipo que acechan amenazadoramente nuestras fronteras.
El chollo se ha acabado. Ya no podemos estar del todo seguros de que, si el peligro tocara a nuestra puerta, el Tío Sam vendría, como siempre ha hecho, a sacarnos las castañas del fuego. Trump y sus colaboradores nos lo han dicho muy claramente: “Muchachos, despierten, paguen sus deudas y recuerden que ya hemos desembarcado en Normandía y no tenemos intención de volver a hacerlo”.
La cuadrilla del Tío Gilito se debe a sus negocios y a sus fieles, por ese orden, y no está dispuesta a palmar más pasta ni a mandar al matadero europeo a esos jóvenes de Ohio a los que regularmente se insulta en la gala de los Goya. Llevamos medio siglo gritándoles que se vayan a casa: lo raro es que hayan tardado tanto en hacernos caso.
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