Editorial
Un debate imprescindible y tardío
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El reciente crimen en Badajoz de una educadora social de 35 años, que estaba al cargo en un piso de cuatro menores de protección, ha puesto el foco sobre las condiciones laborales y de seguridad en las que trabajan estos profesionales, fundamentales para la reinserción en la sociedad de estos jóvenes infractores. En la noche de los hechos, la víctima era la única cuidadora. Además, además había venido alertando del comportamiento cada vez más agresivo de sus supuestos homicidas. La educadora prestaba su servicio en un hogar habitado por un grupo de convivencia. Aunque administrativamente la vivienda dependía de la Junta de Extremadura, la gestión de la misma se había transferido a una empresa privada. Son pisos en régimen abierto que permite salir al exterior a sus ocupantes por decisión de los jueces. En la mayoría de los casos, se trata de menores que han cometido delitos en el ámbito familiar. En Andalucía funcionan 17 grupos educativos de convivencia similares al extremeño. La comunidad cuenta con 13 centros de internamiento de menores infractores con capacidad para 700 plazas, además de otros de día. Un perfil que corresponde a jóvenes de entre 16 y 17 años, el 85% españoles y la gran mayoría chicos. Los últimos datos de la Junta, referidos a 2024, resaltaban que el 59% de los jóvenes había conseguido promocionar en sus estudios. El decreto que regula el acogimiento residencial prevé también derivar la gestión de estos centros a la iniciativa privada mediante la firma de un convenio. Bueno será que, tras la desprotección evidenciada en uno de ellos, el Gobierno andaluz revise los protocolos de seguridad para los educadores sociales y obligue a que se cumplan. Sin ir más lejos, un centenar de ellos formulaban esa reclamación ante la Junta en Málaga el jueves pasado. Episodios como el lamentable de Badajoz no pueden volver a repetirse.
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