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No resulta fácil gobernar en estos momentos en España. Tampoco resulta sencillo ejercer la oposición de manera responsable desde la perspectiva de un partido con vocación de gobierno. La credibilidad de la política, los políticos y la democracia representativa están bajo mínimos entre la ciudadanía. “El pueblo salva al pueblo” es el eslogan de la antipolítica.
El PSOE, en su Congreso de Sevilla tiene la oportunidad de decidir que quiere ser: o parecerse al PASOK, o al Partido Laborista israelí, o al Partido socialista Holandés, o al Partido Socialista Francés, o al SPD, o al Partido Socialista Sueco, o al PS de Portugal. La decadencia de la inmensa mayoría de los partidos socialdemócratas debe estar presente en el ánimo de los delegados al Congreso federal.
Ese cónclave debería resolver el conflicto entre las dos concepciones que se enfrentan en estos momentos en el seno del socialismo español: los que pretenden situar al partido socialista como el partido más importante de la izquierda española o los que apuestan por un PSOE como partido hegemónico del centro izquierda español. En los finales de los 70 del siglo pasado, el PSOE se situó como el partido más representativo de la izquierda española, como se puso de manifiesto en las elecciones generales de 1977 y 1979, donde obtuvo 118 y 121 diputados respectivamente. Fueron buenos resultados en comparación con los que obtuvieron otras formaciones situadas dentro de ese espectro político.
El PSOE se situaba muy lejos de los 176 diputados necesarios para obtener la mayoría parlamentaria para poder gobernar sin hipotecas. Fue el aldabonazo de Felipe González en el 28 Congreso del PSOE, anunciando que no se presentaría a la reelección de la Secretaría General, el que propició que el Partido Socialista diera un giro en sus principios programáticos y en su estrategia para situarse en el escenario político nacional como el partido hegemónico del centro izquierda y como el partido con vocación de gobierno en los momentos tan delicados en los que vivía España en esa época.
Muchos de los que ahora apuestan por la opción de situar al PSOE como el partido más importante de la izquierda o no habían nacido o eran menores de edad cuando ese cambio radical llevó al Partido Socialista al Gobierno en 1982, con un resultado abultado de 202 diputados.
La nueva situación parlamentaria que se vive en España después de las elecciones de julio de 2023 no debió servir para meterse por un camino que desvirtúe la vocación gubernamental del PSOE.
El PSOE, remedando a Groucho Marx, no debe decir este es el gobierno que queremos hacer, pero si no gusta, tenemos otros. Llevan razón quienes piensan que el PSOE es, en estos momentos, un partido sin sustancia, sin peso, enclenque y encogido, frente al PSOE de los años 80 que era un partido esponjado, abierto y donde encontraba asiento buena parte de la sociedad que depositó su confianza en un partido que tenía vocación de recuperar un país necesitado de grandes dosis de moral, de esperanza y de optimismo.
Y de eso se trata, de que el PSOE, que ahora está en el Gobierno, trate por todos los medios de ayudar a recuperar al país y la concordia entre españoles. Si el PSOE, aquí y ahora, contribuye real y eficazmente a sacar a España de la desigualdad entre ciudadanos en la que se está metiendo, contribuirá, sin ningún género de dudas, a reforzar el papel del PSOE y a paliar la mala imagen que tiene la democracia representativa en España.
¿Y cómo contribuiría el PSOE a conseguir ese objetivo? Dejando para Sumar y para Podemos el papel de la demagogia y el movimiento de las vísceras, y para los independentistas el intento de romper el puzle que conseguimos hacer entre todos los españoles. Recuperar la credibilidad exige reconocer en el Congreso federal que en el pasado se cometieron algunos errores (la ley de amnistía, la ley del solo sí es sí, cupo catalán, etc.) y que no está dispuesto a seguir cometiéndolos.
Por eso, la única forma que un partido con vocación de gobierno tiene de ayudar a nuestro país y dignificar al mismo tiempo a ese partido y al juego democrático, es convocar a todos los españoles a un esfuerzo colectivo, junto con el Gobierno y con todos los que quisieran unirse a esa iniciativa. Esa convocatoria debería tener como objetivo fundamental la realización de un diagnóstico común sobre los males de España y sobre los desafíos a la democracia, para que todos sepamos el camino a seguir en un mundo globalizado y robotizado.
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