Esteban Fernández-Hinojosa

La danza del deseo

La tribuna

10923853 2025-02-15
La danza del deseo

15 de febrero 2025 - 03:08

En el laberinto de la incomunicación, varones y mujeres se despluman, se despojan de su humanidad y se niegan la complejidad de su ser. Cada uno se refugia en su género, al que erige en bastión de la verdad. De aquellos polvos del movimiento lésbico de los años 70, que instaban a las mujeres a renegar de los hombres, privándoles de la sexualidad, del amor y de compartir la maternidad, han surgido en los foros de internet los lodos de una contracorriente masculina denominada “manosfera”. Otra subcultura novedosa que adoctrina a los hombres con la píldora roja del brebaje ideológico para que despierten de la pesadilla feminista.

Ambas corrientes se escudan en el victimismo. Cuando la identidad es referente único suele oscurecer la comprensión de la complejidad humana. Así, el rechazo social del amor heterosexual amenaza con extinguir a la especie. El individualismo, con el que cada uno se erige en centro, convierte al otro en invasor y reduce la sexualidad a una batalla de amos y esclavos. Como guerreros en bandos opuestos, se acusan mutuamente mientras exhiben sus agravios. Ellas denuncian la desigualdad, la brecha salarial o la violencia doméstica; los otros alzan su voz por las tasas de suicidio, la discriminación en el derecho de familia, etcétera. Una visión tan maniquea refleja, además de la sed de poder, su ignorancia sobre el funcionamiento de la reciprocidad y sobre la riqueza de matices que da profundidad y textura a esa experiencia. Varones y mujeres, como amantes enfrentados en una tragicomedia, luchan con ferocidad, pero, como en la Lisístrata de Aristófanes, la sexualidad se vuelve lazo invisible que unifica las diferencias.

Más allá del mundo antagónico de la política identitaria, en el juego de la seducción, la naturaleza compartida de ese acto carnal no busca saber si alguno lleva las riendas. Un cuerpo se entrega al otro en un gesto de vulnerabilidad y confianza. Desde esa perspectiva, la mujer que se insinúa no sólo se ofrece, sino que también esclaviza al hombre al encender un deseo involuntario. Él desea por la fuerza de su atractivo y, al mismo tiempo, ella queda esclavizada con su mirada. Lo que la empodera también la vuelve vulnerable, y viceversa. En la danza del amor no se percibe amo ni esclavo. Cautivados por la pasión, son ambos y ninguno. En lugar de dividir en la lucha por proteger la autonomía, el eros encendido los une en mutua necesidad. El problema de estas corrientes ideológicas es que se centran en los agravios de género y acaban descartando la sexualidad como si de un juego amañado se tratara. Aunque es imposible garantizar que el sexo no se convierta en un arma arrojadiza, si el deseo se viera como una fuerza que, más allá de dinámicas de poder, promoviera el afecto mutuo, la gestión política no se centraría en proteger a un género del otro, ni en juzgar la heterosexualidad una aventura peligrosa.

La sexualidad tienden a la procreación y a la disposición responsable de los progenitores. Es también el acto que consuma la relación de afecto como remedio al sentimiento de incompletud, algo que añade un atractivo adicional al éxtasis. El deseo sexual nos recuerda también nuestra naturaleza animal, por una parte, y la racional, por otra. Y aunque ésta asuma su control, se resiente del deseo de aquella. Nos encontramos a caballo entre el reino angélico y el animal, una posición metafísica agotadora, un lugar que con frecuencia aboca a la frustración. Si la antigüedad tendió al platonismo, al error de creer al hombre un ser esencialmente incorpóreo, la mentalidad moderna opta por un materialismo que lo reduce a pura corporeidad y tiende a ignorar el sentido moral de la sexualidad. En medio, la antropología aristotélico-tomista que reconoce el equilibrio que sostiene al hombre como sustancia única con actividades tanto corpóreas como incorpóreas, y no sólo ofrece un sentido moral a la sexualidad, sino que defiende su bondad esencial. Hoy se llega al dilema de elegir entre el rechazo diabólico a la coexistencia de los sexos u optar por bailar juntos. Con la primera elección se pierde el descubrimiento de la mutua dependencia y la posibilidad de procrear. Al bailar juntos se amortigua toda posición egocéntrica y se consuma el remedio de la radical soledad humana. En un mundo que ve la sexualidad como un campo de batalla, se vuelve vital redescubrir la danza de la vulnerabilidad y el amor. Al celebrar nuestras diferencias, podemos construir relaciones profundas y sostenidas que fomenten el afecto y el deseo de vivir juntos. El verdadero poder radica en superar creencias diabólicas y cultivar la intimidad en un espacio donde ambos sexos se sientan libres para expresarse, para abrazar su humanidad fragmentada y suturarla con el hilo de seda del amor y el compromiso.

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