F. Javier Merchán Iglesias

Meritocracia y educación

La tribuna

10797109 2025-02-07
Meritocracia y educación

07 de febrero 2025 - 03:06

Apesar de que hay numerosas evidencias y argumentos en su contra, el discurso meritocrático está de permanente actualidad y goza de numerosos seguidores, incluso entre sus victimas. Tiene la ventaja de que, a primera vista, es difícil no estar de acuerdo con él, pues su planteamiento parece de sentido común, y es, por tanto, una narración fácilmente asimilable. Su virtualidad radica, no sólo en que puede ser digerido casi sin masticar, sino, también, en que sirve para justificar la desigualdad de manera sencilla y relativamente creíble.

Admitiendo que en una sociedad desigual unos ocuparán mejores puestos que otros –con mejores retribuciones, poder y dominio–, la cuestión es determinar quiénes y con qué argumentos accederán a ellos y quiénes quedarán relegados a los más inferiores. Si formalmente se excluye el nacimiento o el nepotismo, el discurso meritocrático sostiene que serán los más capaces los que, merecidamente, alcancen esas posiciones, lo que, supuestamente, estaría al alcance de todos. Aunque haya algo dado por la naturaleza de cada individuo, el elemento fundamental de la ecuación es el esfuerzo: se puede conseguir el éxito, incluso si no se dispone de una inteligencia privilegiada, pues ese déficit podría compensarse con una mayor dosis de entrega y dedicación. Todos pueden acceder a los puestos de mayor nivel; los que lo consiguen serán justamente gratificados, mientras los que no llegan y ocupan lugares subordinados, no deben atribuir su fracaso a otras instancias, sino a su falta de capacidad o de esfuerzo (o de ambas cosas), es decir, a su inferioridad.

Ciertamente, con realismo, nadie piensa que partiendo de un bajo nivel social, incluso con capacidad y esfuerzo, pueda realmente llegarse a las altas esferas de la sociedad, pero resulta creíble suponer que, al menos, se pueden escalar posiciones hasta alcanzar un mejor estatus. Y aquí viene el papel de la educación. Para los de abajo, salvo un golpe de suerte, la aplicación de la meritocracia sólo sería posible a través de la educación, de aquí lo del ascensor social. Pero esa posibilidad depende de la capacidad y el esfuerzo de cada uno. Sin embargo, la realidad estropea un discurso bonito, pues los estudios demuestren, una y otra vez, que no es verdad, que no todos no tienen las mismas oportunidades y el esfuerzo no es suficiente, puesto que el éxito escolar depende mucho del origen social.

Sabiendo que las cosas son así, las políticas educativas progresistas han tratado de corregir los déficits de origen (las conservadoras ni se lo plantean), facilitando la escolarización y poniendo en marcha medidas compensatorias, con el fin de que todos puedan llegar al ansiado título y, de esta forma, favorecer la movilidad social de los de abajo hacia arriba. No hay que minusvalorar ese esfuerzo, ni quitarle méritos; de hecho, en sí mismo, ampliar la escolarización y fomentar la igualdad de oportunidades tiene enormes consecuencias positivas. Pero, en relación con la movilidad social ¿qué es lo que ocurre en realidad? Pues resulta que en la época de la expansión escolar (es decir, de la extensión de la escolarización a todas las clases sociales y a cotas de edad cada vez más altas), a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del XXI, estamos asistiendo a un mayor crecimiento de la desigualdad y a una escasa movilidad social.

Desde luego puede argumentarse que ello se debe a que persiste la desigualdad educativa, es decir las diferencias de logro académico en función del origen social, pero, aunque se redujera significativamente la desigualdad educativa ¿se reduciría con ello la desigualdad de renta y social? Siendo positiva la reducción de la desigualdad educativa, no hay que confiar en que lo uno tenga una influencia decisiva sobre lo otro: en lo que respecta a la movilidad social, la educación, el esfuerzo escolar, no tiene la capacidad que le atribuye el discurso meritocrático, o la tiene de manera muy limitada. Con el esfuerzo se pueden alcanzar más logros académicos, más conocimientos, más títulos, pero, en el mercado laboral, los títulos se han convertido en un requisito, en una condición necesaria, pero no suficiente. Así que, no es cierto que la educación sea un ascensor social, y si lo fuera, está bastante averiado. Para avanzar en la igualdad, promoviendo la movilidad social ascendente, antes que las políticas educativas, son mucho más decisivas las políticas económicas, fiscales y sociales. Y eso no tiene que ver con el esfuerzo y la capacidad de cada individuo.

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