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Han pasado poco más de cien años desde que Max Weber publicara La ética protestante y el espíritu del capitalismo. El objetivo de la obra no era explicar la formación del capitalismo desde causas religiosas, como contrapartida al materialismo histórico marxista, sino investigar si los orígenes del capitalismo europeo y americano moderno podían ser explicados desde factores no exclusivamente económicos. En el caso alemán y centroeuropeo existió, a su juicio, una estrecha relación entre el capitalismo y la presencia de formas religiosas ascéticas propias del calvinismo y el puritanismo.
La tesis de Weber ha sobrevivido intelectualmente al paso del tiempo, pero la historia ha transformado el capitalismo al que se refería el historiador alemán en un sistema global. Gracias a las innovaciones tecnológicas ha adquirido autonomía suficiente para abandonar aquellas influencias ético religiosas. Los púlpitos han sido sustituidos por la digitalización. Y los valores éticos por los valores del mercado. Todo lo verdaderamente religioso está en retroceso y en esa realidad la influencia del capitalismo ha sido decisiva. Se podría decir, parafraseando el letrero mural del 68, que la religión ha muerto, Marx ha muerto y el capitalismo está en su cenit. Sin embargo, hay pruebas que matizarían el mensaje. La Navidad es un ejemplo.
La Navidad, la más popular de las fiestas del calendario cristiano, nos convoca a todos, seamos creyentes o no. Los púlpitos eclesiales llaman a la participación festiva. Simultáneamente lo hace el mercado que no ha hecho más que parasitar en sentido estricto los valores cristianos de la Navidad, sin combatirla. Así pues, todos sin excepción debemos participar de la nueva liturgia a la que se nos invita. Una liturgia con características propias que no desagrada a nadie, que no provoca discrepancias sino unanimidad. Una liturgia formalmente cristiana y económicamente hiperconsumista.
Sin embargo, el objetivo de toda fiesta cristiana es honrar a Dios o a sus intercesores. O el de conmemorar y perpetuar el recuerdo de un hecho histórico conservando así las tradiciones. En la actualidad, toda fiesta tiene como fin el entretenimiento del presente, la creación de un presente lúdico y recreativo. Como señala Lipovetsky qué es la Navidad sino diversión, espectáculo y consumo, una montaña de regalos y un tiempo para la alegría de niños y adultos. La fiesta tradicional o la conmemorativa han sido sustituidas por la fiesta de masas, consumista o frívola, avalada por el carpe diem.
Los altavoces televisivos y los publicitarios nos recuerdan con una insistencia insoportable eso tan vacuo y tan impreciso que llaman “la magia de la Navidad”. Para sustituir el arcaísmo de un niño nacido en un pesebre y a falta de un Dios a quien venerar hay quien adora la trivialidad y lo insustancial del árbol icónico y las luces callejeras ¿Dónde está la magia? Los rituales del consumo navideño comienzan al entrar en una tienda. Dentro hay algo fascinante que nos transforma, porque satisface necesidades intangibles, anhelos inexpresables, deseos incoherentes. Para que se conviertan en realidades palpables todo ha de pasar por la caja del dinero. Es imposible resistirse a la seducción, a la excitación de comprar y de vender. Se ha llevado a cabo una vez más el milagro que anunciara Marx: la producción de mercancías, la circulación de las mismas y el comercio constituyen los supuestos históricos bajo los cuales surge el capital ¿Acaso se vislumbra un final? Lo que parecía bueno para la sociedad, es decir, el bienestar, la extensión ilimitada del progreso y de la riqueza, ha creado en las personas una espiral de la ansiedad, de las depresiones, de la soledad, la sensación de que la vida es cada vez más dificultosa y frágil, más ajetreada, más insatisfactoria en un mundo de satisfacciones cumplidas.
En este contexto, la Navidad podría ser un valor de uso, como pausa en el camino enloquecido e inquietante a ningún lugar. El buen cristiano lejos de repudiar los métodos del capitalismo es capaz de hacerlos compatibles con sus valores más genuinos: la compasión, la caridad, el afecto familiar, y sobre todas las cosas y bajo todas sus formas, el amor. Ese valor excepcional y supremo que construye y modela o desorganiza nuestra existencia, nuestras expectativas; la quintaesencia de la vida, el valor más antieconómico, el más opuesto al valor de cambio, un valor espiritual intocable por el mercado pero conciliable con él.
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