Esteban Fernández-Hinojosa

Sueños de eternidad

La tribuna

8819797 2024-09-30
Sueños de eternidad

30 de septiembre 2024 - 03:05

La creencia en el poder de la biotecnología para cambiar la naturaleza humana se remonta a los albores de la modernidad. Desde entonces ha conservado sin tregua un cortejo de ilustres cofrades divididos entre fervientes defensores que ven en cada nuevo invento la posibilidad de transformar nuestra naturaleza y convertirnos en “superhombres” y, del otro lado, los críticos que advierten de que el poder de la biotecnología pronto nos podría seducir con una suerte de pacto fáustico que acabaría con la humanidad. Cada corriente posee también su referente literario; los primeros lo tienen en La Nueva Atlántida, novela utópica que Bacon publicó en 1627 para representar la primera descripción de una sociedad gobernada por la ciencia y la tecnología a fin de conquistar la naturaleza. Para los críticos es Un mundo feliz, de Huxley, novela publicada en 1932 que retrata magistralmente un imaginario Estado mundial que se debate entre la manipulación genética, el condicionamiento social y la clonación de seres humanos.

Tanto más sorprendentes resultan estas visiones, cuanto más experiencia acumula uno con las respuestas a las novedades tecnológicas que muchos pacientes muestran en las unidades de Cuidados Intensivos. Aunque ambas visiones coinciden en que la biotecnología puede cambiar la naturaleza del hombre, nada dicen, en cambio, del hecho de que la evolución ha introducido en nuestra especie tal complejidad, que su adaptación a novedades biotecnológicas resulta, cuando menos, problemática. Las esperanzas redentoras de unos, y los temores apocalípticos de otros, no se sostienen más que con infinita imaginación. Creer que nos dirigimos a un futuro “posthumano” implica aceptar que nuestras herramientas e invenciones son lo suficientemente poderosas para mejorar el finísimo ajuste que gobierna el universo y la homeostasis de la vida. Pero la biotecnología se ve limitada, por una parte, como herramienta: el ser humano se construye en la inextricable interacción de su genoma con las contingencias del desarrollo y las asperezas que debe sortear en el camino de la vida; eso hace de su forma de sentir, pensar y actuar una singularidad en el inmenso panorama de la naturaleza. Así, los psicofármacos pueden amortiguar, cuando no anular, la respuesta emocional, sin embargo, no ayudan a comprender ni a resolver los problemas existenciales, lo que los convierte en una poderosa arma de evasión, capaz de descargar sus efectos nocivos en todo aquel que busca pulir las aristas más afiladas de la realidad. De ahí que la idea de manipular los sutiles desajustes del sistema nervioso para eliminar el dolor psíquico o modificar los rasgos de personalidad, y sin que eso cause daños a otro nivel, resulte una entelequia.

Por otra parte, la biotecnología está también limitada en sus fines morales. Estos fines están ligados a los sempiternos deseos naturales, lo que debería inclinarnos a esperar que toda forma de tecnología satisficiera deseos fundamentales, como preservar la vida, cuidar a los hijos, mejorar las formas de relacionarnos... Si proporcionan motivos para vivir, no se comprende que se acepte las aplicaciones de la biotecnología para rebajarlos o abolirlos. Las barreras tecnológicas cayeron no hace muchos años, cuando el científico chino He JianKui manipuló por su cuenta el genoma de la célula germinal humana. Algunos han creído ver en esa tecnología la oportunidad para rebelarse y superar la propia naturaleza humana. Pero no parece razonable suponer que la mayoría esté dispuesta a transformarse en un ser distinto y con deseos diferentes. Los deseos humanos son tan viejos y están tan arraigados que no resulta obvio que puedan cambiar para siempre lo que somos. Ni siquiera tenemos evidencia de ningún tipo sobre la fuente de la eterna juventud. Una vez que el motor de la vida arranca, éste siembra en el organismo las semillas de su propia caducidad. Esperar que el ser humano se vuelva inmortal es tan inverosímil hoy como lo ha sido siempre. El hombre eterno, como culminación de la humanidad, del que tenemos única constancia, es el que relata Chesterton en su célebre ensayo con ese título. Porque el envejecimiento está controlado por innumerables genes que interactúan entre sí y con el ambiente, de manera muy compleja; eso impide eliminar los mecanismos genéticos del envejecimiento sin chamuscar otros procesos biológicos esenciales. Mejorar la esperanza de vida no es lo mismo que superar la barrera de duración máxima de la vida humana. Por último, es sorprendente que el conocimiento actual sobre el límite de la vida humana estuviera ya discretamente señalado en Génesis 6:3: “Y dijo Jehová: No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque él también es carne; mas serán sus días ciento veinte años”.

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