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La realidad es tozuda y la ciencia que la constata también. Ambas ponen de manifiesto que si existe una certeza climática en este entorno tan cambiante, es que el cambio climático y sus efectos condicionan nuestro futuro. Por ello, se requiere de los máximos esfuerzos en todos los estamentos de la sociedad para ponerle freno y minimizar su repercusión.
La coyuntura climatológica ya la conocemos. Las previsiones no son halagüeñas. Los últimos estudios sitúan un escenario en 2030 con un aumento de la temperatura media anual de 1ºC, un descenso de precipitaciones del 5% y una reducción de los recursos hídricos de entre un 5% y un 14%. Desgraciadamente, la tendencia se está cumpliendo. Hace tan solo unos días, en la Comisión de Desembalse de la cuenca del Guadalquivir, le trasladaba al sector del regadío nuestra preocupación ante los datos del año hidrológico: un 32% menos de agua embalsada, hasta un 54% menos de aportaciones y un déficit del 15% menos de precipitaciones con respecto a la media de los últimos 25 años.
Con estos datos nuestra cuenca, y Andalucía, son las máximas interesadas en cumplir con la transición ecológica que permita su sostenibilidad. La envidiable situación geográfica también la hace muy vulnerable al cambio climático, reuniendo todas las condiciones climatológicas y geográficas para que la continuidad espacial y temporal del recurso agua no esté garantizada. Vivimos y utilizamos el recurso en una zona en la que su disponibilidad solo puede ir a peor.
Ayer, 22 de marzo, Día Mundial del Agua, el lema elegido de forma muy apropiada fue El valor del agua. A nadie se le escapa que este "valor" está cada vez más patente en nuestra forma de relacionarnos con un recurso que nos proporciona posibilidad de desarrollo y de bienestar, y que incluso ya cotiza en los mercados monetarios. Nuestra propuesta pasa por incrementar dicho valor reconociendo el muchas veces olvidado valor de los ecosistemas hídricos que la contienen, con el objetivo vital de garantizar el acceso al agua en cantidad y calidad suficientes.
Se hace necesario asignarles un valor cuantitativo y cualitativo, e incluirlos de manera decida en nuestra planificación y posterior gestión, lo que influirá decisivamente en asegurar el auténtico valor del agua.
No podemos olvidar lo que los ecosistemas hídricos nos aportan. Además del uso del agua, todos los beneficios que dependen de la riqueza de su biodiversidad, como las pesquerías y otros alimentos y fuentes de materias primas de origen animal; los recursos alimenticios vegetales, fibras, maderas y otros productos silvícolas; los recursos genéticos, bioquímicos y un largo etcétera a los que sería un error renunciar por no poner en marcha los mecanismos para su protección.
No nos lo podemos permitir. Como tampoco podemos permitirnos renunciar a los procesos de autodepuración, que de manera natural ejercen nuestros ríos, y que inciden de forma determinante en la calidad del agua que consumimos. Para garantizarlos se hace imprescindible trabajar para que su dinámica natural no se vea comprometida, eliminando barreras transversales innecesarias, cuidando las estructuras de sus márgenes y evitando los procesos de eutrofización.
Tampoco podemos perder la influencia determinante de los ecosistemas en torno a nuestras masas de agua en la amortiguación del clima, favoreciendo situaciones climatológicas más benignas. Lo mismo ocurre a la hora de enfrentarnos a sequías e inundaciones, para lo que es esencial que la masa vegetal y el suelo sobre el que se asienta estén en unas condiciones que permitan una mayor capacidad de laminación frente a avenidas y una mejor capacidad de carga de los acuíferos para mejorar la permeabilidad.
No podemos pasar por alto que el aterramiento de canales de riego y de embalses, la desaparición de deltas, la destrucción de estuarios, la conservación de las riberas y la dinámica de nuestras playas dependen fundamentalmente del equilibrio hidrológico que los ríos tienden a alcanzar y que, sin duda, se ve comprometido por la desaparición o destrucción de los ecosistemas que albergan.
Por último, no nos podemos olvidar del valor patrimonial y de identidad que para todos suponen los paisajes, como tampoco los valores lúdicos y recreativos en torno a ellos.
En definitiva, nuestro bienestar y nuestra salud están íntimamente ligados a la conservación de los ecosistemas hídricos. Tenemos que valorarlos y actuar. ¿Cómo? Gestionando la demanda y no la oferta, estableciendo claramente los límites en cuanto a la utilización del agua para no comprometer su futuro. Incrementar su aprovechamiento con la incorporación de recursos no convencionales, ya sea de aguas regeneradas o provenientes de la desalación, como alternativa al uso excesivo de aguas subterráneas y al deterioro de las aguas superficiales.
Debemos apostar por políticas que financien la recuperación del buen estado de nuestras masas de agua y ecosistemas e impulsar la modernización de los regadíos que es clave para aumentar la eficiencia de nuestros cultivos, sin olvidar el binomio agua-energía, que los hará más rentables y eficientes. Hay que comprender y hacer pedagogía sobre el carácter versátil y poliédrico del agua, que precisamente es lo que la enriquece e incrementa su valor. Nos va mucho en ello.
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