La historia de Fidel Pavón, el último fotógrafo rural en Huelva
La trayectoria de este profesional cachonero simboliza una etapa en la fotografía serrana
Juan Luis Muñiz Pérez, la memoria viva de Galaroza
Galaroza/Los tiempos evolucionan en todos los sentidos y una de las parcelas en las que con más incidencia se ha percibido el cambio en las últimas décadas es en el de la imagen. Las cámaras digitales, los móviles y su posibilidad de compartir en redes sociales han revolucionado nuestra forma de captar, ver y utilizar las fotografías. Sin embargo, este evidente avance no debe hacernos olvidar los principios de este arte, especialmente en zonas rurales como la serranía onubense.
Por ello, resulta conveniente rendir homenaje a aquellos que se dedicaron al oficio, uno de los pioneros en esta materia en Galaroza, Fidel Pavón Fernández, quien durante casi medio siglo realizó la magia de ofrecer imágenes de lugares, personas y celebraciones que forman parte de los recuerdos y de las vidas de miles de personas. La reconstrucción de esta trayectoria ha sido posible gracias a su hija, Milagros Pavón, quien ha relatado sus vivencias a la Asociación Lieva dentro del proyecto sobre emprendimientos históricos serranos en el que colabora la Fundación Unicaja.
Fidel no tuvo una infancia fácil; huérfano de padre y madre muy niño, estuvo varios años ingresado en el Sanatorio de Aracena, enfermo de tuberculosis. Esta infancia marcó su vida, ya que le obligó a ser fuerte y a trabajar en materias que no le exigieran un esfuerzo excesivo que pudiera comprometer el único pulmón que le quedaba. Así, con 20 años, recibe de su tía Reposo la sugerencia de que se dedique a la fotografía, y compra su primera máquina con un dinero que le prestó Román Sánchez, aficionado a este arte. Fue una cámara marca Retina y le costó 3.000 pesetas.
En los años cincuenta del siglo pasado, Fidel ya estaba haciendo fotos. Fueron momentos muy difíciles, ya que no había recursos en las familias para lo que podría considerarse como un lujo. De esta forma, le hacía fotos a su novia, Josefa Vargas, y sus amigas, como Mª Luisa, Rafaela, Encarna o Rafaela. Vendía tres fotos a nueve pesetas.
Complementaba estos trabajos con su presencia en todos los eventos que podía: romerías, jiras, fiestas, acontecimientos como los Reyes Magos o el Huevo y el Bollo en Santa Brígida; no había acontecimiento que no contase con la presencia de Fidel, tanto en Galaroza como en otros lugares.
En este ir y venir, conoció a Manolo Díaz, de Nerva, que tenía laboratorio propio, y comenzó una fructífera relación de estrecha colaboración profesional y personal, ya que lo acogió como a un hijo y le enseñó todo lo que sabía. Allí revelaba sus fotos y afrontaban el oficio, sobre todo en momentos especiales, como fiestas patronales o cuando se implantó el Documento Nacional de Identidad.
Y es que, en 1954, estos encargos supusieron el primer triunfo para el fotógrafo cachonero. Fidel hizo miles de fotos para el DNI. Las autoridades citaban a los vecinos durante tres o cuatro días en el estudio. En otros pueblos lo hacían en un Casino o lugar fijado con antelación. El resguardo se entregaba y se indicaba el día en que se podía recoger la foto, que es cuando venía la policía, a veces la judicial vestida de paisano, para supervisar el proceso. Se producían muchas colas y esperas, sobre todo por la noche, cuando podían venir los vecinos tras su trabajo. Además de estas tareas, el fotógrafo también desempeñó otros oficios, como en las temporadas de las castañas, junto a Oscar Navarro, o como cobrador de seguros y pólizas.
Se compró una bicicleta, luego un ‘mosquito’ o ciclomotor, en el que iba a Nerva y a los acontecimientos de pueblos vecinos, y finalmente una Vespa. Cuando llegaba a su destino, solía enviar un telegrama a su novia, que ésta recogía en el despacho de telégrafos que regentaba Carmen, hermana del maestro Don Julio Beneyto. “Llegado bien”, decía en sus mensajes, algo así como un whatsapp de ahora.
Al casarse con Pepa en 1956, instaló su estudio en los altos de la farmacia actual, junto al Ayuntamiento cachonero, fabricando un rudimentario laboratorio de cartón en una habitación oscura. Tan sólo tenía como decorado un banco de madera gris, un reclinatorio para fotos de comunión, un telón de cortina beige y otra negra.
Tenía amigos en todos los pueblos que le informaban, al igual que los curas, de las fechas y ocasiones que surgían para hacer fotos. Su hija Milagros suele recordar que “donde había un cura, allí estaba él”. Además de estos eventos, cultivó el arte del retrato, en solitario o en grupo, atesorando un catálogo que llegó a incluir a la práctica totalidad de la población cachonera.
Tras el nacimiento de su hija Milagros y de su hijo Fidel, ya en los años 60, nuestro fotógrafo sigue llevando su cámara allá donde va. Por eso, los domingos por la tarde se dedicaban a dar paseos por la carretera, junto a las familias y las parejas, y aprovechaban para hacer fotos en el trayecto Carretera arriba, desde La Morera hasta El Torito, lugar por donde en aquellos años no transitaban muchos coches.
En 1960 trasladaron a su vivienda de la calle Gumersindo Márquez, donde instala un laboratorio mejor equipado, compró una ampliadora y ya no iba a Nerva a revelar el material, aunque tuvo otros asociados. La habitación donde hacía sus fotos llegó a ser un lugar familiar para todos los cachoneros; tenía un sofá, cortinas, un suelo hidráulico que se hizo famoso, la chimenea y el plinto a juego. De una forma u otra, todas las familias de Galaroza conocen a la perfección este improvisado “estudio”, que se convirtió en la casa de todos.
En 1966 editó las primeras postales sobre Galaroza. Eran escenas de lugares emblemáticos que aparecían coloreados, una técnica que utilizó antes de la llegada irremediable del color a la fotografía. Esta irrupción tuvo lugar a finales de los sesenta y constituyó toda una novedad para la que Fidel y su familia no estaban preparados, al carecer de laboratorio para revelar con estas nuevas técnicas. Por ello, hubieron de adaptarse y comprar el material en Sevilla, donde revelaban en el laboratorio Surcolor. Las fotos tardaban en llegar tres o cuatro días.
Pero la gente empezó a comprar las cámaras Kodak o Polaroid, con lo que el negocio de hacer fotos comenzó a esfumarse. Se reinventaron de nuevo haciendo el revelado de las fotos que tomaban los clientes con sus propias máquinas. Su eslogan de aquellos tiempos fue “Foto Fidel, revelado en sólo dos días”.
Cuando llegó el video, su hijo Fidel tomó las riendas del negocio, con la colaboración de su hermana. Se hicieron muchas bodas, bautizos y otros eventos, aunque ya con la imagen en movimiento, no con las fotos fijas. También hicieron numerosos montajes audiovisuales.
La era digital supuso ya la desaparición de la fotografía tal como la conoció Fidel Pavón. Su hija recuerda que solía decir “si yo hubiera tenido esto en mi época….”. Se vislumbraba ya el final de un ciclo, pero sacó a relucir de nuevo su carácter emprendedor instalando la papelería que mantuvo hasta su muerte, en la que también puso un toque de innovación al ofrecer la primera fotocopiadora del pueblo.
Esta es una de las pequeñas historias de la fotografía contemporánea en Galaroza, similar a la de cualquier localidad rural y a la de los muchos fotógrafos que iniciaron un camino de magia y de dificultades que marcó una etapa.
Fidel Pavón ofreció la ocasión de vivir momentos de emoción y de retener para siempre recuerdos imborrables gracias al arte de sus fotos. Retratista y narrador fiel de la actualidad y de la sociedad serrana a lo largo de varias décadas, su trabajo ejemplifica el del fotógrafo rural, profesión que ha ido desapareciendo del panorama de muchos lugares y a la que nuestros pueblos deben parte fundamental de su memoria.
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