José Boixo, guarda mayor de Doñana: Se apaga otra voz de La Vera
Doñana
El escritor almonteño traza un retrato del guarda mayor de Doñana fallecido esta semana a través de las vivencias y reflexiones que le confesó a lo largo de años de amistad
José Boixo Sánchez: Adiós a la memoria de Doñana
Como la de todos los grandes narradores, una de las virtudes de la palabra, sosegada y segura, escrupulosa, de José Boixo era la de provocar imágenes en el oyente, casi siempre imágenes panorámicas –probablemente por los dilatados horizontes donde nació y se crió– en las que se religaban la naturaleza y el tiempo.
Nació muriendo la Segunda República española, en 1935, en una choza de la marisma de Hinojos en la que su padre, Ignacio Boixo Peláez, era pastor, heredero de una saga de leoneses trashumantes que se asentó en las marismas del Guadalquivir en el último cuarto del siglo XIX. Su abuelo, también Ignacio, que fue el primero que llegó a estas tierras, se vino a casar con una María Peláez, viuda almonteña sin hijos, que tenía también borregas en la marisma, y que pronto se volvió a quedar viuda del leonés, pero ahora con cuatro niños pequeños.
Arrancaba el siglo XX cuando esa mujer se quedó sola con sus hijos en medio de aquellas soledades. Madre coraje, se hizo cargo de la situación y asumió la lidia de las borregas. Y de ahí nace una de esas brillantes imágenes que aparecían en las historias de José Boixo.
Contaba cómo en la marisma se recordaba a su abuela, montada a mujeriegas en su caballo chapoteando en el agua, a la cabeza de la enorme piara de borregas, flanqueado el caballo por dos enormes carneros y seguida por su perro, Cartucho, que a su vez capitaneaba al resto de los dóciles perros de agua que guiaban la manada.
Sería sin duda impactante la visión de aquella mujer al mando de su grey por el yermo marismeño, solo faltaría ponerle una banda sonora de Ennio Morricone, aunque al escuchar esta historia, que tanto le gustaba contar, de boca de José Boixo, con su tono y con sus gestos, no sería para nada necesaria más música.
Y tampoco faltaban en su repertorio relatos de matiz más hogareño, más íntimo. Cuando contaba, por ejemplo, cómo en los días de su infancia en el Hato de los Barrera, al pie del suspirón en las largas y oscuras tardes de invierno, su hermana mayor, Manolita, a la luz de un candil, leía para toda la familia, en voz alta y modulada, las amarillentas páginas de las cuatro novelas por entregas que la familia guardaba en un baúl: Los ángeles del arroyo, Virgen y madre, Juan León. Rey de la serranía y Genoveva de Brabante. Y contaba y contaba historias y recitaba viejos romances que parecían manar de un pozo sin fondo y que eran el magma en el que bullía la historia de Doñana.
José Boixo vivió en un tiempo bisagra, testigo y actor excepcional del antes y del después del devenir reciente del Parque Nacional. El primer tercio de su existencia transcurre en un mundo antiguo, en unas formas de vida casi inalteradas desde se podría decir el principio de los tiempos, pues no habría mucha diferencia entre la choza de un pastor medieval, o anterior incluso, y la de su familia en la marisma o el hato en La Vera, en el que luego su padre fuera durante años guarda de pastos de la sociedad propietaria del coto en aquellas fechas, formada por el Marqués del Mérito, González Gordon, y Salvador Noguera, que se la acababan de comprar por entonces a los descendientes del Duque de Tarifa, y donde el futuro Guarda Mayor se hizo hombre.
A lo largo de su vida participa activamente en los dos grandes intentos, de signos bien contrarios, de cambiar Doñana. El primero llegó de la mano del Patrimonio Forestal del Estado, cuando en los años cincuenta intentan plantar de eucaliptos toda la zona, de La Canaliega al Guadalquivir. Allí tendrá su primer trabajo más o menos fijo de tractorista roturando el terreno para la siembra de las sedientas plantas australianas. El segundo llegará de la mano de, entre otros, José Antonio Valverde, la creación de la Estación Biológica, de la que José Boixo –Pepe, como le decían allí– será su primer y más emblemático Guarda Mayor hasta su jubilación.
Entrada la democracia, Doñana pasó a ser residencia de verano de presidentes y personalidades del país y del extranjero, y fue siempre José Boixo el que los recibía y los acompañaba para mostrarles aquel territorio extraordinario. Fue Felipe González el que más la visitara y el que terminó por trabar una estrecha amistad con el Guarda Mayor, al que alguna vez llevó a La Moncloa a pasar unos días. Se cuenta como en una de aquellas visitas el presidente González le ofreció coche y chófer para que lo llevara a dónde le apeteciera y a José Boixo no se le ocurrió otra cosa que decirle que al Valle de los Caídos. En fin.
Es posible que sea su perfil como Guarda Mayor el que quede finalmente para la historia, el hombre que veló con celo por el cumplimiento de las nuevas leyes, aunque alguna le hiciera poca gracia, lo que no menguó para nada su fidelidad a lo que siempre llamó “la casa”, una reminiscencia de los viejos tiempos nobiliarios, una actitud que, más que con el servilismo, tienen que ver con la lealtad y con la entrega.
La Vera es una vía pecuaria que arranca de El Rocío y llega al Guadalquivir, asentamiento de humanos y eje civilizatorio del territorio a lo largo de siglos. En ella pasó toda su vida activa José Boixo, primero en el Hato de los Barrera, luego en El Palacio. Las voces de los últimos habitantes de La Vera me dictaron hace unos años mi novela Voces de La Vera; junto con la de Juan Domínguez, la voz de José Boixo resultó fundamental para sustraer del olvido el alma de un mundo ya apagado, y para componer mi libro, que a ellos dos está dedicado.
Alcornoques para la eternidad
Si una pasión destacó en José Boixo sobre las demás fue su amor por los viejos alcornoques de Doñana. Conocía cada uno de esos gigantes dóciles y hospitalarios, y los describía y nombraba uno a uno por el paraje en que se enclavaban e incluso a alguno le llegó a poner nombre propio.
Le llagaba ya la jubilación cuando, cerrándose el siglo XX, quiso el azar que el último trabajo que le encargaran fuera precisamente la ordenación y numeración de los alcornoques centenarios repartidos por todo el Parque Nacional, testigos de una flora antigua que poco a poco estaba desapareciendo. Lo contaba con orgullo, de alguna manera se sentía su salvador.
En La Vera, cerca de la laguna de las Pajas, está el alcornoque que luce la tablilla con el número 308, allí, a su sombra protectora, en un retorno a la semilla, ha pedido José Boixo que se depositen sus cenizas.
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