Limbo

Centenares de africanos malviven en un pinar junto a campos de fresa de Huelva, sin agua, sin trabajo y sin apenas comida

Una de las cocinas comunitarias del campamento. Con estos elementos rudimentarios sobreviven centenares de personas en el corazón de una de las zonas agrícolas más ricas de Andalucía.
Pedro Ingelmo / Huelva

21 de marzo 2010 - 05:01

Bajo un cielo de leche plástica engordan fresas del tamaño de una pelota de tenis. Mujeres de delicados rasgos eslavos recolectan, marroquíes dirigen cuadrillas femeninas y los morenos vagan por cunetas mendigando un jornal. Entre Mazagón y Palos se extiende una inmensa capota blanca que cubre los campos de fresa y oculta el campamento de africanos derrotados, el punto final. Es la estación término de un viaje fracasado de cientos de negros en un pinar de Huelva.

Cuando termina la jornada de recogida se escucha un murmullo a lo largo de esta médula estrecha de asfalto ceniza que arropan los invernaderos. Los temporeros intercambian chistes e insultos amigables en un millón de idiomas. Frente a la planta de la finca Las Madres, una de las principales de España en este cultivo, están los barracones de los jornaleros. Cada puerta metálica da acceso a una habitación de paredes desnudas pintadas por la humedad con una larga mesa y unas pocas sillas. Hornillos, una bombilla y un frigorífico viejo. La competición de frigoríficos viejos nos llevaría al Neolítico del electrodoméstico. Al fondo de un pasillo, un plato de ducha y un retrete. Alrededor del salón, cuatro dormitorios para vivir de dos en dos. Allí están las televisiones, su periscopio. Se mezcla una babel de cadenas extranjeras. Un marroquí fuma Pall Mall apoyado en su Peugeot corinto cuando se cruzan dos jóvenes rumanas sudadas arrastrando kilos de barro en sus botas. "Esta noche, fieesta". Ellas ríen. "Un poco de fiesta, ¿no? No todo trabajo". Ellas siguen con sus risitas hasta que entran en su barracón. A los pocos segundos sale del interior música de baile.

A la orilla de este lugar vino a morir desde Malí Faraba Diarra, de 33 años, combatiendo el frío de una noche de temporal en su cabaña con un artilugio conectado a un hornillo, el que le asfixió. Nada le recuerda en el lugar en el que ya no respiró más. Es su covacha, ennegrecida por el humo. Están las mantas y su última basura. Un testimonio. Fue ahí. Ahí murió un hombre.

Tras los barracones, siguiendo un camino arrugado por el lodo endurecido -a los lados, fresas, fresas...-, dan la bienvenida jirones de plástico, pedazos de óxido que fueron latas y zapatos rotos, muchos zapatos rotos, los zapatos son las primeras víctimas de kilómetros que terminan aquí. Cuando se entra en este pinar es porque ya no hay nada más. Cuando se entra en este pinar es porque en este juego de avanzar casillas, desde que escapas de tu país hasta el espejismo, has perdido. Acabas de retroceder todas las casillas y sólo te queda del sueño de fuga esta camiseta falsa del Barça que luce el africano con el que nos cruzamos y dice qué tal. "¿Keita o Kanoute?". Levanta el pulgar por la mención de los compatriotas antes de adentrarse en el agujero de sombra.

Este pinar es una civilización llamada Supervivencia. Con el desorden de lo imprevisto se levantan estructuras de caña con plásticos sacados de los invernaderos asidas con nudos. Es una extensión grande, una ciudad que escupe el humo de las fogatillas del té y las cazuelas donde hierven sopas inventadas. Saluda un tigre. A la entrada del poblado el tigre de trapo dice hola, un guiño de buen humor en este fracaso barrido bajo la alfombra. La fresa de Huelva ha llegado a facturar hace dos años 250 millones de euros y empleó a 135.000 personas. Ese año llegaron a esta porción de esas cifras 40.000 temporeros. Un capataz marroquí, un tipo dicharachero de Marraquech, nos ha dicho que viene más gente, "pero hay menos trabajo que nunca. Los míos se han ido a Granada o Murcia a ver si tenían más suerte. Ha sido la lluvia y este invierno".

Ha sido la lluvia y este invierno la que ha acabado con la fe de los habitantes del campamento. Caminamos por él, entre desperdicios, como si fuéramos el zoo ambulante. Ante un té, el primer grupo ya explica lo que será el recorrido. "¿Periodistas? Ya, siempre periodistas, vienen a ayudar con manos vacías. Dicen que hablemos, pero hablar no sirve de nada. Nadie hará nada por nosotros. Aquí nadie quiere a los morenos. Como si nos morimos...".

A unos pocos metros dos juegan a las damas y diez miran el tablero artesanal en el que se enfrentan tapones de Coca-cola contra tapones del resto del mundo de los refrescos. coca-colas juegan y ganan, tac, tac, tac. "Nadie contrata morenos -cuenta un joven que dice llamarse John-. Nos dicen venid mañana, quizá mañana trabajo, pero mañana hay alguien que trae 200 rumanas en un camión y ya no trabajo. Nunca trabajo para los morenos".

En el lugar donde se fabrica una rudimentaria hacha para cortar la leña que dará fuego por la noche charlaremos largo rato con un hombre con las manos labradas por el trabajo, un hombre que piensa que deberían juntarse todos y sentarse en la carretera, dejar de ser sombras. "Pero no quieren". Relata la rutina. "Me levanto a las ocho y camino 20 kilómetros, hasta las 13. Busco trabajo de sitio en sitio. Hoy no trabajo, mañana quizá, poca fresa y mucha lluvia. No hay faena. Vuelvo aquí, pero muchos no se han movido. Ya no se mueven. Se quedan aquí, todo el día. Vuelvo sin trabajo y tengo lo mismo que ellos, pero veinte kilómetros más en mis pies y llevo muchos kilómetros desde que salí de casa. Más de tres años trabajando, papeles, tengo papeles, siempre trabajo en Lérida, en Jaén. Y ahora nada. Meses esperando algo. Y vengo con los pies cansados y vuelvo a andar lejos para buscar agua. Sin agua no puedo lavarme, sin agua no puedo comer. Un hombre bueno, un agricultor de aquí, nos daba agua. Pero ahora no tiene dinero, el banco no da dinero, la crisis de los españoles, la crisis rica. Yo entiendo. No puede dar agua a mil...". Son hombres dejando correr un tiempo lento, pesado, con olor a polvo y picor, el tiempo de ese pinar con troncos como barrotes. De una cazuela extrae Guillherme, en cuclillas, un grumo amarillo que se come con las manos. Preguntamos que qué espera y levanta la mirada con desdén. Cuenta una historia: "Vinieron aquí de televisión. Durmieron aquí y hablaron y nosotros hablamos. Para ayudar, para ayudar. Salió en la televisión y sólo salió yo, yo, yo... Nosotros detrás, pobres morenos, qué pena pena. Hablamos contigo y tú te vas. Yo te ofrezco mi comida. ¿Quieres? No quieres. Tú ofreces ayuda. Aquí la única ayuda es la de Dios y no llega, sólo llega agua. Se va el agua del cielo y ya no hay agua. Qué espero, qué espero...", remeda burlón. "¿Es peor en vuestro país?". Ghillerme se rinde con un gesto de "este tío no entiende nada". Ya no contesta más.

Javier Rodríguez es uno de los encargados de los programas d exclusión de Cáritas en Huelva. Cáritas es la única organización que se ocupa de esta gente. Lleva comida y los censa. Hay 280 en Mazagón, 450 en Lepe, 58 en Lucena... Javier saca sus conclusiones: "Ellos vieron llegar a gente que se fue y volvió con coches occidentales y ropa occidental. Y ellos les siguieron. Caminaron por África para encontrar las redes que les llevarían a España y en España encontraron el trabajo que no querían los españoles. Eran los últimos del escalafón, pero tenían trabajo, iban ganando dinero, pensaron que todo iría mejor. El año pasado sucedió algo nuevo. Terminó la campaña y no se marcharon. No había trabajo en ningún sitio. Tienen una sensación de fracaso. No pueden volver a casa así. Es gente orgullosa. Ahora están en un callejón sin salida. Algunos tienen papeles, llevan cuatro años y descubren que no sólo no han avanzado nada, sino que han retrocedido".

En la sede de Cáritas nos enseñan las fotos que tomaron durante los temporales, cuando el pinar de Las Madres se hizo lodo. En estas fotos vemos restos de miedo en sus ojos. "Son supervivientes. Ninguno de nosotros podría aguantar ese estado de cosas un año. Lo transitorio se hace permanente. Es como si hubieran quedado sin capacidad de reacción". Esta derrota es su nueva patria, este tablero de tapones de Coca-cola que simulan ser damas es su cartografía, su mapa de fuga. Nadie les impide salir de aquí, pero como en El ángel exterminador, no salen. No salen. No hay nada detrás. Quizá un jornal en la fresa... Y aun así, ignorados, al cruzarse a la salida de su país de pinos custodiado por el gran tigre blanco, uno de ellos te despide con sincera amabilidad y te desea suerte.

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