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Tal día como hoy, 30 de abril, 75 años atrás, fue encontrado a las nueve y media de la mañana un cadáver flotando frente a la playa de La Bota. Un joven pescador, José Antonio Rey María, vio un bulto flotando en el agua y fue el primero en lanzarse al agua y llevarlo al bote en el que faenaba. De ahí, a la orilla. Y de allí, a convertirse en una de las historias de espionaje más fascinantes que se desarrollaron en el convulso y bélico siglo XX.
La efeméride trae de nuevo a la actualidad, con más fuerza que nunca, esa figura legendaria, la del mayor William Martin, el hombre que nunca existió, nacido en el seno de la operación Mincemeat y engullido por el mismísimo Adolf Hitler en persona. Pero ni la distancia, ya de tres cuartos de siglo, ha conseguido que se despejen las incógnitas que permanecen en el caso. Hay demasiados interrogantes por responder, excesivo oscurantismo en torno a unos hechos que son tratados aún por el Gobierno británico con las máximas precauciones de los más inconfesables asuntos de Estado.
Hoy se hará en el cementerio de La Soledad en Huelva un sencillo acto de homenaje ante la tumba que guarda desde entonces los restos del supuesto oficial británico. Pero ni siquiera se sabe si el cadáver que apareció frente a Punta Umbría sigue allí. Como tampoco se conoce la identidad real del hombre utilizado como señuelo militar una vez muerto, del que la única certeza que hay es que no se llamaba William Martin. Más misterioso, quizá, es el hecho de que los detalles de esta operación de espionaje no hayan salido completamente a la luz todavía y se mantengan algunos archivos sin desclasificar, guardados con celo como ni siquiera ocurre con los del desembarco de Normandía. Demasiado misterio aún, para un hecho que contribuyó a cambiar el curso de la II Guerra Mundial.
Las potencias aliadas habían acordado en enero de 1943, en Casablanca, la invasión de Italia a través de Sicilia, en la denominada operación Husky, para acabar con el principal apoyo de la Alemania nazi. Pero una acción militar de ese calado, la más importante antes de que llegara el Día D en el norte de Francia, requería de un factor sorpresa con el que, por el momento, no contaban.
Alemania sabía que un ataque desde el norte de África podría venir precisamente por ese punto y tenía un importantísimo contingente de tropas en la isla siciliana para persuadir al enemigo. Fue así como un oficial de inteligencia del Almirantazgo británico, Ewen Montagu, junto a Charles Cholmondeley, del Ministerio del Aire, se encargaron de idear un plan para hacer creer a los nazis que el ataque aliado se produciría por Grecia y Cerdeña para que desviara allí su ejército y dejara una resistencia mínima en Sicilia. Fue entonces cuando se puso en marcha la operación Mincemeat (Carne Picada).
Esa referencia a uno de los platos favoritos de los británicos tenía mucho que ver con la utilización de un cadáver, al que se le daría la identidad de un oficial británico inexistente pero con todos los detalles cuidados hasta el extremo para dar verosimilitud al personaje y, sobre todo, a los documentos que portaría en un maletín con mensajes de alto secreto que mencionarían ese supuesto ataque aliado por el Peloponeso. Así nació William Martin, bautizado por el propio Ewen Montagu como el hombre que nunca existió, y dejado a merced de la marea en aguas del Atlántico peninsular sur, como si hubiera sufrido un accidente aéreo frente a la costa de Huelva, que tampoco fue casual que estuviera en el objetivo de los estrategas de la inteligencia británica.
La riqueza generada con la explotación de las minas de Riotinto y Tharsis en la segunda mitad del siglo XIX había convertido la provincia onubense en un importante foco de interés internacional. La comunidad británica era la más numerosa pero también había franceses y, sobre todo, alemanes, que desarrollaron una importante industria en el lugar. Los primeros vaivenes políticos importantes en Europa, con la I Guerra Mundial al fondo, ya habían convertido a Huelva en un punto estratégico para las grandes potencias por su ubicación junto al Estrecho y por la importancia que la producción minera tenía para la economía y la industria militar.
Los investigadores onubenses Jesús Copeiro y Enrique Nielsen reflejaron ese contexto en Huelva en la I Guerra Mundial (Niebla, 2017), convertido en el libro de Huelva más vendido el pasado año, tras revelar en él por primera vez la extraordinaria red de espionaje que unos y otros tenían en la capital a primeros del XX.
Sobresalía ya entonces la figura de un alemán, Adolf Clauss, imponente en físico y destreza, que había sido reclutado como agente de la inteligencia alemana, y que formó parte de operativos destacados en el resto de España.
Cuando Montagu y Cholmondeley crearon a William Martin en Londres, realmente pensaban en Clauss. Debía ser el enlace con Berlín, para que transmitiera el contenido de esos documentos encontrados. Mincemeat dependía, entonces, de que el cadáver llegara, efectivamente, a Huelva, y de que el espía alemán accediera a él y sus pertenencias. Y así ocurrió. Aunque después debía cumplir una exigencia aún mayor: que la historia que en sí constituía el señuelo tuviera total verosimilitud, incluida su muerte en ese hipotético accidente aéreo frente a la costa onubense, donde Jesús Copeiro ha registrado varios transportes militares siniestrados aquellos años en esa magna obra que es Espías y neutrales. Huelva en la II Guerra Mundial (autoedición, 1996).
La utilización de un cadáver entrañaba el riesgo de que no pasara los análisis forenses para sostener la historia del militar ahogado en el mar tras ser abatido. Y es este punto uno de los que dejan incógnitas aún por despejar. La historia oficial, que divulgó primero Montagu en 1953, en su libro El hombre que nunca existió, aseguraba que se trataba de un mendigo fallecido meses antes por neumonía. Y la segunda versión británica, tras desclasificarse documentos en 1996, le dio identidad al vagabundo, Glyndwr Michael, galés supuestamente suicidado con matarratas. Pero ni la neumonía ni un envenenamiento de ese tipo deja en un cadáver rasgos que pudieran confundirse con la asfixia por inmersión. Sostenían los británicos para ello que los análisis forenses en la zona no serían exhaustivos y que podrían dar por buena la hipótesis. ¿Pero cómo una operación de tal calibre, que había cuidado hasta detalles aparentemente nimios, quedaba a merced de la supuesta falta de profesionalidad o conocimientos de los médicos locales?
El informe de aquella autopsia se perdió en un incendio pero Copeiro y Nielsen han demostrado que los forenses no pasarían por alto ese engaño. Tampoco Alemania permitiría dejar a criterio de especialistas ajenos las conclusiones de un análisis del que dependía un operativo militar decisivo. Por eso Adolf Clauss, defienden los investigadores, robó el cadáver para que médicos nazis le practicaran otra autopsia en Italia.
Cuentan Enrique Nielsen y Jesús Copeiro que entre sus últimos hallazgos está la intervención de comandos itinerantes alemanes en España para operaciones de sabotaje, también en Huelva a las órdenes de Clauss. Uno de éstos se habría encargado de la sustracción de los restos y entrega al submarino U-616 la madrugada del 3 de mayo. Cuatro días más tarde los traspasó al U-565 frente a las costas de Almería, para ser llevados a la base italiana de La Spezia. Sólo así Hitler accedió a dar fiabilidad a la historia para dar valor a los documentos encontrados, que ya habían sido convenientemente revelados a Berlín desde Huelva.
Ahí encajaría la línea introducida por los investigadores escoceses Colin Gibbon y John Steele, compartida por Copeiro y Nielsen, de que el cadáver utilizado era una de las 379 víctimas del portaviones HMS Dasher, siniestrado el 27 de marzo de 1943 en la costa de Escocia. John Melville sería Martin, como llegó a admitir la Royal Navy a su familia en un homenaje en 2004, desmentido después.
Puede que el hecho de profanar el cadáver de un marino sea visto aún con sonrojo por las autoridades británicas, que, asegura, Nielsen, mantienen una versión oficial muy endeble en demasiados puntos; ridículos algunos. O puede que haya algo más que avergüence tanto como para mantener el secreto, 75 años después.
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