Ricardo, el inglés que habitó en Galaroza
Un ejemplo impecable de integración, adaptado a las costumbres y tradiciones de la tierra
Galaroza sigue ofreciendo su singular velada de literatura erótica
¡Qué duros son los inviernos en La Sierra! Las condiciones climáticas provocan que se ralentice buena parte de la actividad vital en la zona. En el “iviehno”, como siguen denominando algunos, “se congelan hasta las ideas”. La peor consecuencia es el agravamiento de la salud de muchos mayores. En lo que va de enero, en Galaroza hemos lamentado la marcha de más de una decena de amigos y familiares. Rocío, Jacinto, Cristina, Concha, Rafael, Daniel, Lola, Marisa, Tomás, Manolo, … La última pérdida irreparable ha sido la de Ricardo, el inglés cachonero que quiso y supo vivir entre nosotros.
Fue un ejemplo impecable de integración, de esa que se reclama por parte de algunos y que tan solo se hace efectiva en los corazones de la gente. Profundamente enamorado de Galaroza, formó parte de nuestro paisaje desde su llegada, hace ya décadas.
Se adaptó a nuestras costumbres y tradiciones, incluso a las que podrían estar algo alejadas de sus principios ideológicos, destacando en el exorno y atención a Santa Brígida cada Domingo de Pascua. Su castellano macarrónico, mezclado con nuestro andaluz, provocaban una mezcla idiomática característica que nunca le impidió comunicarse con nadie. Cuando aprendió el significado de la expresión ‘no ni ná’, perdió el miedo idiomático y demostró que sus indicaciones y opiniones estaban a la altura de aquellos sabios con los que gustaba conversar en las tascas y en los campos.
No siempre fue bohemio. A veces llegaba de sachar papas o de meterse en el barro hasta las rodillas, cubriendo sus características botas ‘katiuskas’ para labrar una huerta. Hasta en eso imitaba las costumbres locales, reconfortándose al anochecer con un buen vaso de vino blanco y la tertulia que ofrecía el paisanaje al cual pertenecía por derecho propio.
Amó a toda La Sierra, ya que se acercaba al Castaño y a otros pueblos en busca de cosmopolitismo o de ebullición cultural y rural. Atesoraba una gran capacidad creativa, pictórica, imaginativa y de ideas, de la que su morada era un gran ejemplo, al llenarla de detalles que podrían parecer insignificantes pero que conformaban un todo museístico e identitario.
Convenció a los hombres en las tabernas y a las mujeres en la tienda y en la vecindad, participando de esa arcaica distinción de roles que aún subsiste en los pueblos, aunque intentando siempre cambiarla. Fusionó su vasta cultura con la sabiduría de abuelas y agricultores, aprendiendo en cada paso y enriqueciendo a la comunidad serrana.
A veces se escapaba a sus islas natales, a buscar familia, recursos, amores, recuerdos o quién sabe qué. Siempre de vuelta, colaboraba con asociaciones como Lieva, la Reina de los Ángeles, la de mujeres Los Jarritos y con todo aquel que tuvo la suerte de despertar su interés.
En los últimos años perdió ese aspecto enjuto y ‘faroto’ que le caracterizaba, engordando y envejeciendo de forma prematura. En sus postreras conversaciones confesaba su temor ante la extensión de la incomprensión y del odio en ese mundo al que había renunciado, pero también en ese ambiente rural que había escogido. El abandono de las comodidades, ese repudio que la gente del pueblo a menudo no entiende, abonó la leyenda urbana del origen aristocrático de Ricardo. En cualquier caso, fue un auténtico lord para todos cuantos le conocían y trataban, aunque seguramente él prefería el título de ser ‘uno de nosotros’, y ya.
Le echarán de menos en el barrio de La Era, bautizado por muchos como el ‘barrio inglés’ de Galaroza. Especialmente los gitanos, las familias que bajo el patriarcado del respetado Juan, supieron aceptar su estilo de vida y quererlo. Y también Julio, el tabernero, Jacinto, el carpintero, Pedro, el electricista, o el ‘Papita’, compañero de correrías barítimas cotidianas. Y todos aquellos que con tan sólo verlo y saludar con una copa en alto sabíamos que nos aguardaba una charla repleta de cultura, de sensatez, de serranía y de cariño. También extrañaremos su presencia en la cotidianidad serrana y su legado, repleto de amor hacia su hija y su familia, de cordura y de respeto por nuestra ruralidad.
Formó parte de esa estirpe de ‘forasteros’ que ha dejado huella en el pueblo, y a los que se les cambió el nombre para admitirlos mejor. Siguió los pasos de Juana (Jeanne), la francesa; de Timoteo (Timothy), el británico amigo de la infancia y ‘quinto’ suyo; de la otra Juana (Jan), la escocesa, o de Pedro Cantero, que le dedicó un trabajo con la identitaria frase de “a Ricardo, que de salsa, carne y vino, hace el camino”. A Pedro no se le cambió su patronímico, pero es que es francés exiliado de Burgos. Y aun así, se le llamaba Don Pedro, y se le hizo Hijo Adoptivo de Galaroza en 1995. A Richard también se le hará otro reconocimiento, el de sus amigos, para recordar que las mejores distinciones son para la gente sencilla, las que hacen los pueblos día a día. En todo caso, se llevará el recuerdo de todos y todas, ya que, como dijo Marco Aurelio, “La vida de los muertos está en la memoria de los vivos”, y Ricardo estará siempre en nuestro recuerdo.
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