Tribuna Económica
Carmen Pérez
T area para 2025
Tecnología | Análisis
No es la primera ni será la última demanda por monopolio a la que se enfrenta Alphabet, la matriz de Google, ni en Estados Unidos ni en la Unión Europea. Pero en esta ocasión los analistas coinciden en que las consecuencias, de prosperar el caso, serían mucho más graves para el gigante de Silicon Valley que en cualquier otro proceso similar al que se haya enfrentado hasta ahora.
El Departamento de Justicia de EEUU, junto a ocho estados, acusa a Google de haberse hecho de forma ilegal con el dominio en el mercado global de la publicidad digital y de, en definitiva, haber roto la competencia en el sector. El texto de la demanda incluye frases tan demoledoras como que “la competencia en el espacio de la tecnología publicitaria dejó de existir por razones que no fueron ni accidentales ni inevitables”.
La fiscal general de Nueva York, Letitia James, que también participa en el caso, fue incluso más allá, aludiendo a un matiz que puede ser decisivo, el daño a los consumidores: “Cuando los editores de sitios web obtienen menos ingresos por publicidad por el monopolio de Google, tienen que reducir la calidad de su sitio web o traspasar costes a los consumidores”, dijo en un comunicado.
Hasta ahora, Google/Alphabet ha zanjado acusaciones similares con acuerdos tras cambios cosméticos en sus políticas o incluso con multas que, pese a su abultada cuantía, apenas han tenido impacto en sus cuentas.
Pero quizás ahora no salga tan bien parada, en primer lugar porque la demanda se dirige a la base de su negocio (no sólo es la mayor empresa de publicidad online del mundo, sino que en torno al 80% de sus ingresos procede de este segmento) y, en segundo lugar, porque una de las reclamaciones de los demandantes es que se deshaga de su plataforma de gestión de anuncios Google Ad Manager, que incluye su servidor publicitario, la suite de herramientas DoubleClick y la plataforma de compraventa de anuncios AdX.
Las primeras noticias sobre esta investigación se remontan a mayo de 2020, es decir, con Donald Trump en el poder y otro fiscal general del país a cargo de la investigación, lo que da una idea de la complejidad y la seriedad de un asunto que no se detuvo ni por la pandemia ni por el cambio de inquilino en la Casa Blanca.
A Google (que tiene abierta otra investigación similar en EEUU por las búsqueda y el mercado de las búsquedas publicitarias) se la acusa ahora de violar la Ley Sherman Antimonopolio, una norma que data de 1890 y a la que se han enfrentado colosos como General Electric, Standard Oil, American Tobacco o AT&T (estas tres últimas tuvieron que escindir sus negocios) o, más recientemente, Microsoft (que llegó a un acuerdo).
Aunque su alcance es más amplio, la base de la norma es proteger el libre mercado, la libre competencia y, en última instancia, a los consumidores, ya sean ciudadanos particulares o empresas que contratan bienes o servicios. Se parte de la base de que un usuario debe poder tener a su disposición la mayor oferta posible de productos para, a partir de ahí, escoger libremente la que prefiera.
Para ello, la Ley Sherman persigue y castiga a quienes reducen ese catálogo de opciones y se hacen con una posición de dominio de forma artificial, acabando con sus competidores no por sus propios méritos sino con prácticas irregulares.
Estas prácticas irregulares para acabar con la competencia suelen tener que ver con la adquisición de empresas rivales y/o con tácticas para forzar a los clientes a que traten contigo y no con los demás.
Lo primero es muy habitual en el sector tecnológico, ya sea para eliminar competidores, hacerse con una determinada tecnología, una marca, sus empleados o, lo que puede ser más interesante, la base de usuarios.
La lista de adquisiciones y fusiones de Google supera las 250 compañías, entre ellas YouTube y Android (aunque sigue siendo de código libre, la versión que incluyen en sus dispositivos la mayoría de fabricantes es la licenciada por Google, con todas sus aplicaciones preinstaladas e imbricadas en el sistema) o, más recientemente, Fitbit.
Google, o Alphabet, no es la única que recurre a esta táctica. Sin ir más lejos, las dos joyas de la corona de Meta (matriz de Facebook), Instagram y WhatsApp, fueron no hace tanto firmas independientes.
En el caso de la demanda contra Google, el foco está en la compra, en 2008, de la plataforma DoubleClick, entonces dominante en el mercado de la publicidad online. La operación, que fue investigada (a instancias de Microsoft y AT&T) tanto por los reguladores estadounidenses como por los europeos y finalmente aprobada, incluía un servidor de anuncios para editores (DoubleClick for Publishers o DFP, con el 60% del mercado por aquel entonces) y una todavía embrionaria plataforma de intercambio de anuncios, AdX, a través de la que se podían subastar los emplazamientos de la publicidad digital.
No es la única compra sospechosa en este campo. Poco después de hacerse con DoubleClick adquirió AdMeld, una interesante plataforma con tecnología muy superior a la que tenía entonces Google y que permitía que ese sistema de subastas funcionase no solamente con quienes operaban dentro del ecosistema de Google, sino también con otros servidores de publicidad. Eso otorgaba además a los editores (y en tiempo real) más datos sobre con quién negociaban sus espacios y por tanto un mayor control para escoger la opción más ventajosa.
AdMeld era obviamente una amenaza seria, como así se recoge en documentación interna de la compañía citada en la demanda. La respuesta de Google no fue desarrollar una tecnología mejor o perfilar la ya existente, sino comprarla y cerrarla, justo después de integrar en su sistema las funcionalidades que consideró oportunas, entre las que no estaba ese intercambio con actores externos ni tampoco ceder un ápice de control ni a anunciantes ni a editores, que para Google han sido siempre poco más que meros figurantes sin voz ni voto. (En la demanda figuran, de hecho, citas extraídas de reuniones de dirigentes de la compañía con editores que no ocultaban su frustración).
Pero las acusaciones no se detienen ahí. Las más de 100 páginas de la demanda (que son, por cierto, un interesante manual de cómo funciona el mercado de la publicidad online) recorren en detalle cómo, durante más de 15 años, Google habría ido maniobrando para hacerse con el control de los anuncios digitales. Un mercado en el que, como decíamos antes, es hegemónica y del que se lleva el 30% de todo el dinero que pasa por su sistema (hay además, según la demanda, un 15% de efectivo que no está contabilizado por ninguna parte).
A lo largo de ese periodo que repasa la demanda, Google ha ido implementando, de manera opaca, funcionalidades para perjudicar a toda plataforma que haya osado rivalizar con ella. En lugar de ofrecer mejores condiciones tanto a anunciantes como a editores para retenerlos, aquellos que optaban por negociar con otras empresas eran penalizados, por ejemplo, en el posicionamiento de sus sitios web en el buscador de Google. Lo que para alguien no familiarizado con este mundo puede parecer anecdótico, tiene un impacto colosal en especial para los medios, sin importar su tamaño.
En palabras de Vanita Gupta, de la Fiscalía General, “Google se ha hecho con ingresos de los editores para su propio beneficio y ha castigado a aquellos que han buscado alternativas. Esas acciones han debilitado el internet abierto y libre y aumentado los costes para los negocios”, entre los que se incluyen varias instituciones estadounidenses que han invertido cientos de millones de publicidad en Google. Su ejército, sin ir más lejos.
En resumen, como indicaba la nota de prensa difundida por el Departamento de Justicia, Google controla las herramientas que utilizan los editores para vender anuncios en sus sitios web, las que los anunciantes emplean para comercializar esos espacios publicitarios y la red que conecta a unos y otros. Es decir, el sistema completo de extremo a extremo. Y todo ello mientras reducía más y más la cantidad y calidad de datos a los que podían acceder tanto anunciantes como editores. Si el conocimiento es poder, Google no estaba dispuesto a compartirlo con nadie.
El texto completo de la demanda va desgranando, una a una, todas las acciones llevadas a cabo por Google en los últimos años para lograr ese objetivo, que incluyen hasta negociaciones (tan poco transparentes como todo lo demás) con Facebook (el único gigante que en un momento dado pudo hacerle sombra a Google en el negocio de los anuncios) y Amazon para que usasen el protocolo desarrollado por la propia Google para anular a los competidores que iban surgiendo.
En este campo, la estrategia más exitosa (para Google) fue lo que llamaron Proyecto Poirot que, sin entrar en detalles demasiado técnicos, identificaba a los sitios que habían implementado tecnologías alternativas (que con frecuencia se traducían en beneficios tanto para editores como para anunciantes, y todo ello sin pasar por Google) para después atacarlos (con todos los medios que un conglomerado tan gigantesco tiene a su disposición) hasta que terminaban por volver al redil.
En esta línea encaja también el conocido AMP (accelerated mobile pages), un proyecto de código abierto que, como su propio nombre indica, acelera la carga de los sitios web en dispositivos móviles para ofrecer a los usuarios una mejor experiencia.
Al menos así era sobre el papel. Como desglosa la demanda, pronto se convirtió en un parámetro decisivo en el posicionamiento de un contenido en el buscador de Google y, aún más, en su potencial selección para figurar en el carrusel de noticias (si aparecer en la primera página de resultados del buscador es clave, hacerse con un hueco en ese carrusel es casi dar con el Santo Grial).
Desde 2016, Google fue modificando y endureciendo los requisitos para que un contenido fuese aceptado como AMP y, por tanto, priorizado en el buscador más usado del mundo. La idea, sostiene la demanda, era que la mayor parte del contenido web al que se accedía desde un dispositivo móvil, especialmente el publicado en medios de comunicación, tuviese que pasar, sí o sí, por el jardín cerrado de Google. Un jardín en el que pronto dejaron de estar permitidas todas esas tecnologías alternativas que ponían en peligro su posición en el mercado publicitario y, por tanto, su principal fuente de ingresos.
La lista de procesos antimonopolio en los que se ha visto inmersa Google (y otras grandes tecnológicas) a ambos lados del charco daría para otro artículo. Hasta ahora, a la espera de ver cómo se concreta la aplicación de las leyes europeas de Servicios Digitales y Mercados Digitales, en la Unión Europea se han resuelto, como mucho, con sanciones rimbombantes pero poco efectivas a medio y largo plazo.
Lo que el Departamento de Justicia de EEUU reclama ahora a Google, además de la previsible multa económica, es, básicamente, que deshaga de toda su estructura publicitaria y se abstenga de incurrir en prácticas parecidas que puedan dañar la libre competencia en cualquier otro segmento de negocio aparte del de los anuncios (en el caso de Google, es una lista larga).
Es pronto para saber cómo terminará esta historia, porque procesos de esta envergadura pasan años, si no décadas, de tribunal en tribunal entre recursos y más recursos. Además, llega en una coyuntura de reducción de la inversión publicitaria mundial (crisis, inflación, temor a la recesión) y con nuevos y potentes actores como Tik Tok o los servicios de streaming (Netflix, Disney+, Spotify...) que pugnan por hacerse con una porción de un pastel que se va encogiendo poco a poco.
Es posible que la demanda contra Google termine, una vez más, con medidas y sanciones gatopardianas que cambien algo para que todo siga igual, aunque con suerte quizás sirva, al menos, de aviso a navegantes para otros gigantes. Ojalá haga reflexionar a editores, anunciantes y usuarios sobre el desmesurado poder que entre todos hemos cedido a Google. Aunque esto último sí que es improbable.
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