Tribuna

Juan Carlos Castro Crespo vuelve a su casa

  • La memoria visual del espectador comprobará el hermanamiento y la trabazón estética y dialéctica de aquel Arte de la Fuga y la que hoy nos congrega con el título de 'Libros juntos. Esplendor y muerte'

Exposición de Juan Carlos Castro Crespo en el IES La Rábida.

Exposición de Juan Carlos Castro Crespo en el IES La Rábida. / Alberto Domínguez

Un niño alto y muy delgado saborea un parisién de chocolate y tutifruti en las escalinatas del instituto. Ya está tranquilo, ha firmado su examen de ingreso en el Instituto La Rábida hace unos minutos. Mientras saborea la golosina, observa que sus piernas ya le obedecen y parecen relajadas.

Salió esta mañana muy temprano de su casa. Aseado, su madre Alejandra ha puesto orden en su pelo castaño ondulado; Juan, su padre, le ha perfilado la camisa y revisado sus zapatos. Le han deseado suerte y le han hablado de la importancia de este día del ingreso en el bachillerato. Antes de despedirse, ha revisado la maleta con sus lápices, bolígrafos y goma de borrar.

El autobús lo lleva desde la barriada José Antonio hasta la Plaza de las Monjas, desde allí camina por la calle Monasterio, La Fuente, San Pedro, San Andrés hasta desembocar en el cruce de la cuesta del Carnicero con la avenida Manuel Siurot, subiendo los primeros repechos del cabezo para encontrar en su mitad el edificio ejemplar de José María Pérez Carasa, el instituto, nuestro instituto y casa de casi todos estudiantes onubenses hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX.

Fue esa su casa durante los siete cursos, desde el primero de bachillerato hasta el año del preuniversitario e ignoraba entonces que ese paisaje sería el de todos los días, de vaivén continuado desde que formó hogar con Charo más arriba en el cabezo, ya en la calle Ricardo Terrades, en una casa-estudio de Pepe Álvarez Checa que, de ladrillo a ladrillo, mantiene un diálogo tensionado y casi en escorzo con el de Pérez Carasa.

Hoy no ve el instituto desde su casa, hoy está aquí. Es su tercera vuelta desde sus años de estudiante. Nos acompañó en noviembre y diciembre del año 2013 con su exposición El arte de la fuga y en el mes de noviembre de 2017 cuando apadrinó a quien esto firma en su ingreso en la Academia de Ciencias, Artes y Letras de Huelva.

Es posible que las palabras de aquel acto se las haya llevado el viento, pero nuestras pupilas todavía están heridas por la fuerza del color y los trazos con los que Juan Carlos nos deleitó en aquel crepúsculo otoñal.

La memoria visual del espectador comprobará el hermanamiento y la trabazón estética y dialéctica de aquel Arte de la Fuga y la que hoy nos congrega con el título de Libros juntos. Esplendor y muerte.

Un pintor irradiante, tan lleno de fuerza y de personalidad nos ha arrastrado por salas de conciertos, por teatros y por óperas, por los territorios del barroco y de la modernidad para traernos ahora a estas estancias mil veces soñadas, imaginadas o visitadas y en las que habita el verbo en forma de libro: un libro, el libro, mil libros, un mundo, mil mundos, un hombre, una mujer, la humanidad…

El infinito en un grano de trigo, ese Shemá Israel confesional o laico que nos hermana y encadena con todos los lectores del mundo, vivos y muertos, evocados, rememorados en sus escenarios y paisajes… desde los libros del de la Triste Figura a los 150 libros de la biblioteca de Velázquez, desde el Maquiavelo vestido con trajes curiales dispuesto a dialogar con los muertos al Walter Benjamin retratado en la Biblioteca Nacional de París leyendo con fruición, la mirada muy fija y con la pluma en tensión dispuesta para la escritura, o a Ortega sobre la mesa del comedor de su casa, imposibilitada su biblioteca toda ella con libros abiertos en consulta o a la espera de algún detalle… o el eterno doncel que, esculpido en piedra, lee mientras se abre a la eternidad…

Este mundo es nuestro mundo, estos libros son nuestros libros, con ellos nacemos, ellos nos han hecho crecer, ellos cobijan nuestros miedos, nuestros temores, nuestras esperanzas, ellos cantan nuestros amores, nuestros quebrantos y desasosiegos, avizoran nuestro futuro y narran nuestra muerte, dan cuenta del tiempo perdido y del tiempo recobrado…

Y estos son los espacios que recrea, que inventa, o que sueña o vislumbra Juan Carlos. En ellos están la biblioteca Joanina de Coimbra, o la del Palacio de Viana de Córdoba, la Colombina de Sevilla, la Nacional de Madrid o las americanas del Congreso o la pública de Nueva York, la Nacional de Buenos Aires que dirigió Borges cuando Dios le dio con magnífica ironía a la vez los libros y la noche, la del Escorial de nuestro señor don Felipe o la del Alcázar incendiada en 1734.

Pero también está una biblioteca mucho más modesta, pero más al alcance de la mano, pues como en la metáfora de la levadura bíblica si en un libro están todos los libros, en una biblioteca están las puertas de todas las demás... Y esa biblioteca es nuestra biblioteca que también, a lo largo de su más que centenaria historia, ha hecho honor al título de esta exposición.

Esos anaqueles que pinta Juan Carlos, esas estanterías en difícil equilibrio, esos libros heridos, durmientes o casi desaparecidos pudieron ser los nuestros.

Una biblioteca casi toda ella inspirada por un krausista, don Federico de Castro, y en la que un lector de la primera década de la fundación del instituto podía leer a Kant, a Hegel o a Krause casi al mismo tiempo que un lector de la biblioteca de la Universidad Central de Madrid o una biblioteca que se hace mayor con la donación de quien fuera profesor de Letras y director del instituto, Don Lorenzo Cruz de Fuentes o que ha tenido los mimos y la atención de personas como Elena Martín Vivaldi o Manuel Sánchez Tello.

Gracias a ellos nuestro fondo se hermana con el que puedan contener las bibliotecas de Juan Carlos Castro Crespo: tesoros como la Bibliotheca hispana sive hispanorum (1672) del gran Nicolao Antonio, la Geografía histórica (1702) de Pedro Murillo Velarde, la Summa Theologica de Santo Tomás, la obra de tratadistas eclesiásticos y teológicos como Gaspard Juénin, Noel Alexandre o Alfonso María de Ligorio en ediciones del siglo XVIII o una edición de la Vulgata de 1775; o magníficas ediciones de la Divina Comedia, de El Paraíso Perdido o de las Cantigas del XIX o espectaculares obras de botánica de Gastón Bonnier o la impactante Dermatología general y clínica iconográfica de las enfermedades de la piel de José Eugenio de Olavide del mismo siglo…

Así pues, queridos amigos, ¡pasen, miren y lean!

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