Hace tiempo que Pepote es un verso libre, que no suelto, en la estructura del PSOE. La libertad es un lujo al alcance de quien puede pagarlo, o de quien decide abonarlo a plazos porque en ningún caso quiere dejar de serlo. Su precio muchas veces es la soledad, la incomprensión y, cómo no, sufrir una suerte de lapidación siempre por la espalda, naturalmente. Solo los auténticos permanecen. Y Pepote lo es. Causa hasta ternura oír cómo un portavoz del PSOE andaluz, Josele Aguilar, dice que Rodríguez de la Borbolla se arrepentirá del artículo que firmó el lunes en los periódicos del Grupo Joly. Yo sé de uno que si se arrepiente de alguno firmado en este santuario de la libertad, que es este grupo editorial, es acaso por haber sido demasiado blando... El bueno de Josele no se refirió al derecho a la libertad de expresión de todo ciudadano, o de cualquier militante como Pepe, sino que apeló al arrepentimiento. Faltaba el sonido de las notas del órgano de cuaresma: “¡Perdón, oh, Dios mío! ¡Perdón e indulgencia! ¡Perdón y clemencia!”.

En el PSOE mandarían a Pepote al rincón de pensar, al purgatorio, a un monasterio donde se viva a media luz y con la risa prohibida. Se ha atrevido a decirle al reyezuelo que está desnudo, cuando el usufructuario de la Moncloa solo admite muestras de adhesión inquebrantable. Hay que comprender que algunos están muy a gusto en el papel de dóciles corceles, mayordomos cualificados del jefe, vicarios mediocres de un obispo tan laico como endiosado, serviles asistentes de un superviviente. Pepote conoció en directo el PSOE con más poder e implantación de su historia. Y en esos años fue un partido más próximo al centro, que es siempre donde se crece, que a la izquierda. Se entiende su sufrimiento y la necesidad de escribir el artículo titulado: PSOE, el puto amo, Catilina y la mujer del César. El problema es que alguno habrá preguntado en la sede de la calle San Vicente si Catilina fue en un puesto de salida en las últimas elecciones. Y lo peor es que otro habrá ido a consultarlo en las listas.

Pepote mandó mucho, muchísimo, en el todopoderoso PSOE de los años ochenta, cuando era el partido de la tierra y tenía capitalizado el fervor autonómico de la transición. Trató con Felipe y Guerra. Pactó con los sindicatos y con la Iglesia, se puso el chaqué un Jueves de Corpus y vivió un Domingo de Ramos en Málaga. Sin complejos, con esa convicción que solo tiene quien se cree que es presidente de todos los andaluces. Peleó, se enfadó, lo orillaron, volvió, repitió en la lucha, se reconcilió y ahora no aspira más que al denostado valor del prestigio que siempre va unido a la libertad. Cuando se ha conocido el PSOE de Felipe y Guerra, incluidos sus grandes defectos, debe causar cierto estupor el espectáculo de estos tiempos. Pepote es una víctima más de la degradación de la vida pública. Hablan de lealtad cuando quieren decir docilidad.

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