Se multiplican los famosos e influencers que publicitan tratamientos de apariencia científica, con promesas sanadoras o regenerativas. Charlatanes de feria ha habido siempre, pero ahora apelan a tecnologías sofisticadas, usan palabrejas de distintas disciplinas y aprovechan el tirón mediático o las redes. Se entiende que las autoridades sanitarias hayan decidido intervenir para recordar que existen terapias sin evidencia científica y debemos ser cautos en su aplicación, porque pueden resultar peligrosas.

Es verdad que hay gente desesperada (y desinformada) que necesita agarrarse a algo, y más cuando nuestro sistema sanitario no pasa por su mejor momento. Pero detrás de muchas de estas pseudoterapias existe como una necesidad de traspasar las limitaciones humanas -no sólo físicas, también cognitivas o emocionales-, proclamar la victoria sobre las enfermedades o detener el inevitable envejecimiento. Como si la muerte dejase de ser ya un problema metafísico para convertirse en un problema tecnológico.

En este punto hay que tirar de un hilo demasiado largo para este artículo, cuya madeja se llama transhumanismo: una filosofía de moda de corte utópico que busca redefinir la misma naturaleza humana, superar lo que consideramos hoy día los límites de la humanidad. Digamos, en síntesis, que por detrás hay una visión del mundo mediatizada por el culto a la técnica, el único gran relato posible; y por delante nada menos que el deseo más radical y recurrente del ser humano: el viejo sueño de la inmortalidad.

El progreso de la biotecnología nos llevará a cambios intensos en el futuro próximo. Habrá que responder a ellos, no rechazarlos, pero el debate de fondo no está ligado a la técnica sino a la ética: ¿Qué élite dominará esas mejoras fascinantes que precisan artilugios cualificados? ¿Cómo hacer frente a un consumismo tecnológico de alto nivel adquisitivo? ¿Quiénes serán, una vez más, los descartados?... La batalla está servida, no seamos ingenuos.

Por eso hacen falta con urgencia planteamientos globales ahora mismo inexistentes, que nos confronten con lo que somos y con lo que queremos ser. Y es necesario también reivindicar lo humano, poner en el centro la condición de infinito valor de las personas; reconocer ahí nuestra vulnerabilidad, nuestra grandeza y precariedad al mismo tiempo. No sea que las promesas de eternidad que nos hacen creernos libres, en realidad nos terminen encadenando.

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